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Aquellas semanas santas

Las semanas santas de mi infancia, que coincidían con unas cortas vacaciones escolares, como ahora, las celebraba yo con entusiasmo. En la procesión del Nazareno desafiaba con la mirada a Simón de Cirene, que destila, en la imagen de la Peña de Francia, una mala leche de notable calibre. Durante la procesión magna traían a un predicador, que a veces era el padre Salvador Sierra, fraile franciscano menor poco alfabeto, de sermones incendiarios y disparatados; y otras don Leopoldo Morales Armas, que era un cura más culto y que además ejercía como notario de la diócesis. Cuando no había otro cura a mano improvisaba la homilía, desde el balcón del Banco Exterior de España, el bondadoso padre Pablo Díez, de la Orden de San Agustín, que nos educó a todos los de mi generación. Era un santo. Una vez me encargaron a mí que buscara el predicador y traje al salesiano don Carlos Saravia Cabello de Alba, sacerdote liberal, primo de un ministro de Franco, que era un orador fantástico. Su sermón gustó mucho. Chano Miranda dirigía la banda y recuerdo que había un músico que tocaba los platillos que sufría de callos en los pies y que caminaba en modo diez y diez, según las agujas del reloj. De vez en cuando daba un platillazo a destiempo, que sobrecogía al personal. Chanito dirigía con solemnidad la pieza fúnebre correspondiente que los esforzados músicos interpretaban como podían, pero la melodía que bordaba la banda municipal era El sitio de Zaragoza, que tocaba desde la azotea habilitada del viejo bar Dinámico. Uno del público gritaba: “¡Toca El Sitio, Chano!” y Chano accedía, en medio de la satisfacción de propios y de turistas congregados en la plaza. Uno gordo tocaba el trombón y la banda sonaba bien, incluso interpretaba piezas de Mozart muy dignamente. Qué tiempos, ¿no? Los añoro.

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