Se debe al teórico Walter D. Mignolo una de las distinciones más claras entre lo que es el colonialismo, un sistema político y económico en el que un Estado domina y explota un territorio ajeno durante un periodo determinado, y lo que es la colonialidad, «la matriz subyacente» del viejo poder colonial de origen que sigue existiendo en los antiguos territorios explotados y controlados después de ser despedido el viejo y extraño Estado hegemonizador.
Así ocurrió en la América Latina del siglo XIX, así ocurrió en África a partir de 1950, cuando los países colonizados por las potencias europeas, tras el acuerdo de la Conferencia de Berlín de 1884 y 1855, comenzaron sus procesos de independencia. Unas independencias que rara vez se han visto liberadas de esa colonialidad, de ese peso de historia de sumisión, a la que se refiere Mignolo.
¿No es África hoy neocolonizada por China, Rusia y Estados Unidos usando la matriz subyacente del viejo poder europeo iniciado en el siglo XIX?
Canarias nunca tuvo un proceso constituyente para saber qué sujeto político era o quería ser, siempre fue regulada por España. Con normas impuestas por una España, primero conquistadora y, luego, administradora.
Y si la Libertad política colectiva es lo que no es el Derecho, Canarias tendría que pensar sobre sí misma al margen del Derecho español, que la rige en la actualidad y la ha regido desde hace seiscientos años, concibiéndola, primero, como mero botín de conquista y, luego, como simples islas realengas, por un lado, o como simples islas de señorío, por otro. Y así a lo largo de la historia hasta bien entrado el siglo XIX, hasta que Canarias fue considerada provincia única con capitalidad en Santa Cruz de Tenerife, desde 1833, y la consiguiente y empobrecedora guerra de capitalidad secular entre ese Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria; hasta llegar a la doble provincia en 1927, y ya como autonomía de baja intensidad en 1982.
La última concesión del Derecho español fue el tan esperado Estatuto de noviembre de 2018, y no podemos negar que ese nuevo Estatuto de Autonomía de Canarias venía a reconocer unas competencias a nuestras instituciones que, aunque muchos han celebrado con excesivas y precipitadas alabanzas, no hacen sino equivalernos, a la baja, y acercarnos, hasta cierto punto, a otros territorios como Euskadi, Cataluña, Galicia… Las nacionalidades subestatales españolas de lujo.
En ese ámbito competencial de la norma de 2018, son muchas las atribuciones otorgadas que reiteran las ya contenidas en el Estatuto anterior, renovado en 1996, y menos las que no habían sido incluidas en aquel momento: Relaciones con entidades religiosas, Protección de datos, Inmigración, Sistema penitenciario y Ordenación y gestión del litoral.
En cuanto al también acogido catálogo de «nuevos» derechos y deberes, tampoco parece aportar nada el reciente Estatuto a lo ya incluido en la normativa estatal y autonómica previa a noviembre de 2018. Quedan fuera de esas competencias las que el Estado sigue reservándose sobre autorización de extracciones en el ámbito marítimo, asunto que hace unos años produjo una crisis política en Canarias aún no olvidada. También se otorgan competencias que nada aportan, como las correspondientes a Contratación pública, Transportes, Infraestructuras de transporte de interés general, y otras que quedan algo escasas, como es Costas, cuyo proceso de transferencia está causando en estos momentos casi un contencioso entre el Estado y el Gobierno Autónomo. Y otras simplemente suprimidas: el Deslinde de servidumbres y Comunicaciones electrónicas.
Quedan, sin duda, cuestiones pendientes como transportes, infraestructuras y comunicaciones, por no citar otras aspiraciones que se quedaron en el largo camino de tramitación del texto de esta norma institucional básica de nuestra actual Comunidad de 2018, vamos a llamarla así por cierto respeto protocolario.
Lo cierto es que seguimos en manos del Derecho español y Canarias se mantiene pasiva al respecto. Y el Derecho español es libertad ahormada, y la verdadera libertad siempre es constituyente. Nunca es libertad impuesta.
Por nuestra parte, siempre hemos creído que Canarias es una nación. Desde luego una nación mejor definida geográfica e históricamente que Euskadi, Cataluña y Galicia, para no salir del Estado al que actualmente estamos vinculados. Nos gusta recordar cómo Canarias fue considerada como nación tanto en el Antiguo Régimen como en el Nuevo Régimen que inaugura la Edad Contemporánea.
Y las naciones, como las personas, solo son libres en la medida en que son ellas mismas las que disponen su propio destino, las leyes por las que deciden conducir sus vidas.
A esa conclusión se llegó en la primavera de 1993 con el pretendido primer gobierno nacionalista de la historia de Canarias, lo que se empezó a denominar entonces Coalición Canaria y a dibujar como un gran proyecto nacionalista de nuestro archipiélago atlántico.
Ahora los herederos de esas siglas rehúyen, por regla general, ser reconocidos como nacionalistas y han expulsado de su seno, mediante tretas que no vale la pena recordar aquí, al partido que con su sola denominación obligaba a recordar a todos que Canarias no es solo una nación, sino que no debería avergonzarse de contar con un partido nacionalista que de verdad nos recuerde y nos libere de esa «matriz subyacente» de la colonialidad que en tantos escenarios de nuestra vida política (un autogobierno de verdad, sin hipercentralizaciones estatales), como ya describimos, de nuestra vida económica (neocolonizada por grandes empresas que tributan fuera de Canarias), cultural (la desidentidad con que amenaza la globalización que ya llega hasta a perturbar el habla de nuestros jóvenes, con medios de comunicación coloniales que tergiversan toda nuestra vida política) y geoestratégica (nuestra territorialidad marítima y las oscuras relaciones de Pedro Sánchez con Mohamed VI de por medio) seguimos padeciendo.
Para esa Canarias poscolonial, para la Canarias adulta que queremos, no cabe renunciar a lo que se logró en 1993 con el gran acuerdo de fuerzas políticas que supieron anteponer sus coincidencias a sus diferencias y dar el paso adelante que ahora sus sucesores (incluidas sus juventudes) convierten en retroceso.