tribuna

La trompada de Vargas Llosa a García Márquez

En el bar del Mencey escuché contar una vez el piñazo de Alfonso García Ramos a otro periodista en ese mismo sitio. Las peleas gozan de su fábula y pasan a la posteridad. Mario Vargas Llosa dio una célebre trompada -como decimos en Canarias- a Gabriel García Márquez, el 12 de febrero de 1976, en México, donde se rompió como el jarrón de Soissons una amistad que parecía fraternal.

Will Smith golpeó en la cara a Chris Rock y la escena de esos Óscar se recordará siempre. Vargas Llosa tuvo menos testigos. Yo hablé con alguien que estuvo allí.

Con la aparición de la novela de Jaime Bayly, Los genios, sobre el incidente se agranda la leyenda del suceso. Bayly es un escritor peruano que cultiva la entrevista televisiva a caballo de Larry King y Soler Serrano.

El centro de los hechos es una mujer, Patricia, la prima y segunda esposa del autor de La ciudad y los perros. En 2008 visité en el centro histórico de Lima, en la Casa Museo O’Higgins, una exposición monumental sobre el autor que se realizó dicen que gracias a ella, su perfecta mano derecha.

Los dos estaban juntos en la cena en Tenerife, cuando Vargas Llosa recibió el Premio Son Latinos en el festival que organizaban en Arona mi hermano Martín Rivero, que en paz descanse, y Lepoldo Mansito. Esa noche no me atreví a sacar el tema. Elogié sinceramente su Fiesta del Chivo, una obra maestra.

Siempre tuve la sospecha de un pacto de sangre entre dos amigos que se enamoraron literariamente un verano del 67 en el aeropuerto de Maiquetía y que pasaron 15 días juntos entre Caracas, Lima y Bogotá, cuando Vargas Llosa era la estrella y acababa de ganar el premio Rómulo Gallegos. Fue el año crucial en la vida de García Márquez, que acababa de publicar Cien años de soledad, escrita bajo un túmulo de deudas en una casa cuyo alquiler no podía pagar.

El piñazo de Varguitas a Gabo es ya legendario, como los desencuentros de Cervantes y Lope, Góngora y Quevedo, o las sevicias infligidas a Neruda envenenado.

La vez que sí lo pregunté no recibí un espantón de Vargas Llosa, tampoco una respuesta. Era un tema sub judice. Mario sonrió, no dijo nada.

Los dos habían sido vecinos en Barcelona al abrigo de Carmen Balcells, la agente literaria que era como la versión buena de la abuela de la cándida Eréndira de una generación de escritores irrepetible. La misma palabra del fenómeno predecía el desenlace: ¡boom!

Cuando se cumplió el medio siglo de los cien años de Macondo, Vargas Llosa rindió en El Escorial un homenaje en primera persona al escritor inmortal (fallecido poco antes), tras una amistad descarrilada hacía 40 años. Lo recordó con cariño.: “Era locuaz y divertido”.

Carlos Fuentes, el tercer pilar de aquel triunvirato, nos decía en Tenerife a Martín y a mí que no descansaría hasta reconciliarlos. Pero se murió (2012) como García Márquez (2014) y las espadas seguían en alto. Dicen que en dos ocasiones, García Márquez aguardó el reencuentro y Vargas Llosa no se presentó. El secreto que se llevará el peruano a la tumba es doble: por qué le pegó y por qué faltó a la doble cita conciliadora. “Fiel a sus amigos y a sus enemigos”, lo definía Balcells.

Y, sin embargo, Vargas Llosa escribió el mejor estudio sobre el colombiano, Historia de un deicidio, con el que se doctoró en Filosofía y Letras. Admiraba tanto su don con los adjetivos y los adverbios con que obtuvo el Nobel en el 82, que lo pregonaba a los cuatro vientos.

Otra espina en ese amor literario fue Fidel Castro. Vargas descreyó del Comandante y Gabo le fue fiel. Un día, en La Habana, Lucas Fernández me dijo, “acabo de ver a García Márquez en el hotel”. No llegué a tiempo de conocerlo. Nunca lo vi. Y lloré su muerte como la de un familiar.

Propongo una hipótesis: un día sonó el teléfono y arreglaron el pleito entre los dos sin decir nada a nadie, para no quitarle la gracia al tema tabú.

“¡Esto es por lo que le hiciste a Patricia!”, se cuenta que espetó Vargas Llosa a García Márquez el día de autos en el Palacio de Bellas Artes de México, antes de la proyección privada de una película sobre los supervivientes de Los Andes. El colombiano fue a su encuentro con los brazos abiertos y se encontró con el puño cerrado del peruano, que le dejó el ojo izquierdo a la virulé. Eran un matrimonio literario y fue el divorcio universal de dos dioses endiosados, una herida mitológica. Mi teoría, por tanto, es que hicieron las paces a escondidas y se lo callaron.

García Márquez acudió aquella vez al estudio del fotógrafo Rodrigo Moya para inmortalizar su ojo izquierdo amoratado. Cavar la tumba de ese deicidio con un arreglo convencional habría matado una historia en busca de autor. Bayly ha cubierto la vacante, al coger el toro por los cuernos y hacer del trapo una bandera para que ondee la ficción. Vargas Llosa sostiene que lo que diga esa novela es mentira. Lo dice quien ha escrito La verdad de las mentiras.

Patricia Llosa es la verdadera protagonista de la historia. En la cena del sur por el premio Son Latinos, en 2001, nos metió en el bolsillo. Nueve años más tarde, el escritor lloró e hizo llorar a su auditorio en su discurso del Nobel: “El Perú es Patricia, la prima de nariz respingada y carácter indomable… que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”. Un lustro después, medio siglo de matrimonio se fue al traste con la portada del ¡Hola! sobre el romance del escritor con Isabel Preysler, que acaba de naufragar. Otro final previsible.

Mucho antes, comienza lo que acabó mal. El origen de la trompada. En 1974, Vargas Llosa se enamoró de una azafata sueca en el barco en que viajaba a Perú y la aventura duró dos años. Patrícia se refugió con sus hijos en Barcelona cerca de García Márquez y Mercedes Barcha. En El olor de la guayaba, García Márquez confiesa a Plinio Apuleyo Mendoza que su mujer le perdonaba cuando miraba a otras en su presencia. Un día de aquellos en que llevó a Patricia al aeropuerto en Barcelona para regresar a Perú, según Plinio, ella perdió el avión. Cuando Vargas Llosa regresó al hogar, quizá no le gustó enterarse de esas cosas. Una noche, en Santa Cruz ,Martín me encargó atender a la escritora mexicana Elena Poniatowska, y los dos cenamos y hablamos distendidamente. Entonces, ella me contó la escena. Estaba junto a García Márquez cuando todo sucedió: “Le apliqué un bistec en la cara para que no se le hinchara y lo consolé como pude, pero era evidente que los dos sabían el porqué de aquella escena.” El cronista de la agencia Efe sentenció tras el suceso: “El móvil de la pelea no podía ser para menos: las faldas”.

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