En La Orotava vivía un señor de la alta sociedad norteña que decía a quien quisiera escucharlo: “Hay perros mucho más inteligentes que sus dueños; por ejemplo, el mío”. No se sabía bien si quería engrandecer el cerebro de su can o disminuir la capacidad del suyo propio. En el Puerto de la Cruz vivía un señor llamado Rosendo que no existía por el día porque su actividad la llevaba a cabo de noche. Así, sabía todo lo que ocurría -cuando el sol se ponía- en cada casa portuense, porque el hombre caminaba sin parar por todo el pueblo. En La Orotava vivía otro señor, miembro de la cosa coburga local, que también vivía por la noche, y que, además, fue alcalde de la Villa. Se llamaba Juan y hacía guardia en todas las esquinas. Se trata de personajes que pasan a la pequeña historia de los pueblos por sus ocurrencias. Además de ellos, gente muy íntegra y acomodada, existían los sablistas. Una vez conté que uno muy famoso, funcionario del Cabildo, tuvo la habilidad -con lo listo que presumo ser yo- de sacarme 25.000 pesetas. Cuando se fue con el cheque firmado, ni yo mismo me lo creía. Naturalmente, jamás me las devolvió. Creo que se llamaba Alfonso. Del Cabildo era también el funcionario ocioso que, en vez de ir a trabajar, cogía la baja y se iba a nadar en las inmediaciones del Club Náutico. Una vez se declaró un incendio en la cumbre y cuentan que al funcionario, que se llamaba Fernando, lo encontraron sobre los pinos de La Esperanza, en bañador y con las gafas y las aletas puestas: lo había engullido uno de esos aviones de la lucha contra el fuego y lo había depositado en el monte. Esto último es, naturalmente, mentira, pero el rumor se extendió. Y el rumor es la antesala de la noticia.