avisos políticos

Esperando a Godot

La obra teatral de Samuel Beckett Esperando a Godot ha sido considerada convencionalmente representativa del teatro del absurdo. Estragón y Vladímir esperan infructuosamente durante toda la obra la llegada de un personaje, Godot, cuyo nombre recuerda, quizás demasiado evidentemente, el nombre anglosajón -y germano- de Dios. Esperan, esperan y no se atreven a marcharse de ese lugar solitario en donde permanecen desde el principio, y que no está en ningún lado, porque en la llegada de Godot les va la vida. Pero Godot no llega, ni llegará nunca. Entre otras cosas, porque ninguno de ellos ha hecho nada porque llegue, aparte de esperar.
Es evidente que una obra así admite lecturas muy diversas desde perspectivas diferentes y hasta contrapuestas con el pensamiento del autor. Y, en esa línea, no hay duda de que una de estas posibles lecturas puede ser hecha a partir de una clave politológica: al igual que los individuos, las sociedades políticas siempre esperan no a uno, sino a varios Godots, en cuya llegada les va la vida a su convivencia y a su democracia. Esperan paz, derechos y libertades, justicia, honradez, transparencia, desarrollo social, cultural y económico, trabajo, profesionalidad, eficacia, y muchas cosas más. Pero en demasiadas ocasiones la mayoría de esas cosas o tardan demasiado o no llegan nunca porque los que esperan no han hecho lo suficiente para hacerlas llegar. Y esas sociedades ven desaparecer poco a poco sus expectativas de alcanzar una convivencia política ideal y beneficiosa para todos.
Elección tras elección, legislatura tras legislatura y Gobierno tras Gobierno los españoles esperamos a demasiados Godots desde hace demasiado tiempo. Esperamos el final del largo y oscuro túnel de la corrupción social y política que se ha instalado entre nosotros, y la llegada de la honestidad, de la decencia y de la transparencia; esperamos que cese la connivencia de los intereses económicos con los políticos que detectamos en demasiadas ocasiones; que las instituciones públicas técnicas y de control dejen de estar al servicio de los intereses partidistas; que se garantice a los ciudadanos -y a las ciudadanas- su seguridad y su integridad en las calles y plazas de nuestras ciudades; que se protejan eficazmente los derechos de los niños, y que asistir a clase no sea para ellos una aventura peligrosa que amenaza concluir en suicidio; que se desarrollen medidas de prevención de la violencia de género y de protección de las mujeres maltratadas más allá de nuestra tradicional incompetencia, que permite que sean asesinadas mujeres que habían denunciado y que supuestamente estaban bajo protección; que se controle y encauce la inmigración ilegal; y un largo etcétera.
Godot no llega, a pesar de que en su llegada les iba la vida a los protagonistas. Y, después de su final, el espectador intuye -está seguro- de que, en realidad, Godot no vendrá nunca aunque permanezca indefinidamente en su butaca mirando fijamente el telón bajado del escenario: la función ha terminado y los personajes ya no tienen ninguna posibilidad de que las cosas sucedan de distinta manera. Godot ha de llegar antes de que la función concluya, porque -nada más y nada menos- en ello les va la vida a nuestra convivencia y a nuestra democracia. Y ya no queda mucho tiempo para que baje el telón.

TE PUEDE INTERESAR