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Mentiras y promesas

Se suponía que Pedro Sánchez era mejor comunicador que Núñez Feijóo, y, por consiguiente, que podía vencerle con cierta facilidad en un debate televisado con dosis masivas de demagogia y populismo. Por ese motivo, el debate en el que se enfrentaron los dos el lunes pasado era uno de los momentos más peligrosos de la campaña electoral para el líder popular. Sin embargo, la gran sorpresa ha sido su victoria en el debate y el pobre papel en el mismo del actual inquilino de La Moncloa. Además, Núñez Feijóo superó brillantemente el tener que debatir en La Sexta, una televisión que constituye un muy eficaz aparato de agitación y propaganda al servicio de la izquierda.

Incluso los populares eran conscientes de la supuesta debilidad comunicadora de su líder, lo que explica sus reticencias, demoras y condiciones para aceptar debates. Por su parte, Sánchez estaba persuadido de que en ese terreno superaba con facilidad a su adversario, lo que explica también su propuesta de múltiples debates, su dilatada preparación del debate del lunes, y su cascada de entrevistas televisivas y radiofónicas en sustitución de los clásicos mítines españoles, esos aquelarres de militantes incondicionales que tantos recursos inútiles de tiempo y de dinero consumen.

Todas las encuestas creíbles pronostican una derrota socialista más o menos contundente, lo que ha obligado a Pedro Sánchez a convertir sus entrevistas en una especie de diálogo cómplice con su entrevistador, con el que aparentemente se sincera y le confiesa todo lo que se ha visto obligado a hacer en beneficio de los españoles. Y entre todas esas acciones suyas beneméritas están sus flagrantes mentiras, que, según se apresura a puntualizar, no son tales, sino rectificaciones o cambios de opinión obligados por las circunstancias y la realidad. Y apuntala su argumento con ejemplos de otros presidentes que se ha visto obligados a rectificar, como, por ejemplo, Felipe González respecto a la entrada de España en la OTAN.

En definitiva, lo que Pedro Sánchez nos está indicando es que, como decía Tierno Galván, las promesas y los programas electorales están para ser incumplidos, y, por consiguiente, que esos programas electorales y las afirmaciones de los políticos, incluyendo las suyas y lo que prometen en los mítines -y las entrevistas-, no sirven para nada porque son mentiras, mejor dicho, rectificaciones o cambios de opinión.

En los primeros tiempos de nuestra actual -y deficiente- democracia tenían sentido las manifestaciones televisivas de Adolfo Suárez cuando nos decía a los españoles que podía prometer y nos prometía. Eran tiempos de ingenuidad política, y en este país estábamos descubriendo un mundo nuevo. Pero precisamente desde la llegada de Felipe González al poder, se ha impuesto entre nosotros la perversa idea de que ganar el Gobierno significa apoderarse del Estado y de todas sus instituciones, y utilizarlos, además, en beneficio propio y con criterios partidistas. Esa idea la practican todos los partidos y todos los políticos, y ha conducido, por ejemplo, a la intensa corrupción que preside nuestra vida política, y a que nos hayamos acostumbrado a contemplar como políticos relevantes entran y salen de la cárcel. Sin embargo, no hay otra alternativa que denunciar las mentiras y exigir el cumplimiento de las promesas.

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