Cuando escribo lo hago a una temperatura de 26.8 grados centígrados, dentro de la casa, y son las dos y media de la madrugada. En la calle, el termómetro marca 24.3 grados. Parece imposible vivir así, no estamos acostumbrados a estos calores. Decían que en agosto iba a aflojar la cosa, pero nada de nada. Estoy empezando a creer en eso del cambio climático, pero leo que en 1950, tenía yo tres años, julio y agosto fue un infierno, así que todavía se impone en mi mente el carácter cíclico del tiempo. Es cuestión de creérselo o no. Desde luego, a fuerza de repetir uno y otro día que nos vamos a asar no van a conseguir nada sino que la gente pase de todo. Los más afortunados son los ociosos que van a bañarse al mar. San Telmo, en estos días, es una delicia y la gente se solaza en el popular Boquete, en el Charco de los Espadartes y alguno se atreve con el trayecto entre El Penitente y el Charco de los Perros. Estos días, en que si descontamos a Puigdemont los periódicos tienen menos cosas que decir, se informa de explosiones en el Sol que pueden tener que ver con el aumento de temperatura en la Tierra. Pero las teorías sobre el tiempo y los cambios son tan diversas que uno no sabe a qué atenerse. Yo sólo sé que me asfixio, que la humedad del Puerto de la Cruz me mata y que donde mejor se está es dentro de la casa. Ahora, si las conjeturas sobre el cambio climático están en manos de una ágrafa como Greta Thunberg, mal asunto. Esto no es cosa de activistas, sino de científicos y muy especializados, no de niñatas predicadoras. Yo, de momento, en stand by. Pero pasando un calor que te cagas.