Intenté ver una serie buena de Netflix, de acción, y sólo me salen las de narcos. Pero un montón. Y a mí las películas de narcotraficantes no me interesan, pero es la moda en las producciones de eso que llaman plataformas, palabro también a erradicar, si por mí fuera. Luego te pasas a eso que llaman televisiones generalistas y sólo hablan de Rubiales, que es un asunto que no me interesa lo más mínimo, entre otras cosas porque detesto a la sociedad española y a sus juicios paralelos, detesto al personaje y a pesar de ello no soporto a los medios de comunicación inconscientes que condenan a todo el mundo antes de que lo haga un juez. O sea, que no son días ni noches agradables para mí y sostengo, como no podía ser menos, que la televisión es un asco. Y mucho más desde que la política se mete en asuntos que no le concierne y que los analfabetos funcionales que conforman el elenco político español, en general, se atreven a participar en estos montajes abominables de los que nadie, ni víctimas ni verdugos, saldrán bien parados. Y, si no, al tiempo. De los juicios mediáticos nadie sale triunfador, al final todos pagan las consecuencias de sus excesos. No hay ningún caso en la historia democrática española, tan breve, en que alguien, víctima o verdugo, gane una guerra. El lunes, estando yo en el balcón de mi casa, llega una señora y se sienta en el murito que hace de zócalo de la fachada de La Caixa, junto a uno de los cajeros. Se baja las bragas y echa una gran meada, delante de todo el mundo, mientras hablaba por el móvil. Terminada la micción, la señora se recompone y se manda a mudar. Menos mal que por la noche baldeó el Ayuntamiento. ¿Pero esto qué es?
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