El pasado sábado, sobre las diez de la noche, algo ocurrió en mi cabeza. Antes de pasar una entrevista al periódico, me sentí embotado, con dolor de tolmo, no atinaba con el correo electrónico y me desplomé en el sillón, más preocupado que afectado, creo yo. Mi sobrino Jorge, que le saca brillo a los centros de salud y que por tanto sabe más que los médicos, me informó de inmediato de que ninguno de los que yo aludía eran síntomas concluyentes de ictus, pero yo me sentía ciertamente mal. También achaqué la dolencia a la hinchada de higos picos que me había mandado esa tarde, higos picos que me trajeron de Vilaflor, y que son un manjar, fríos, de la nevera, cuando hace calor. Pero yo creí que sólo tupían. Naturalmente que no los pelé yo, sino una experta, porque entonces en vez de un accidente cerebral hubiera sufrido una picazón de manos más perpetua que la cofradía del Santo Reproche, que diría Sabina. Al rato me tomé dos tranquimazines y me estabilicé yo mismo, recobrando poco a poco la memoria para el ordenador y soportando sin muchos nervios la pandemia de hormigas que está invadiendo todas las casas de la isla, huyendo del incendio, me da. ¿Qué fue lo mío, un ictus, el calor, el exceso de series de televisión, las gafas mal graduadas o qué? Pues ahí sigo, intentando averiguar las causas. Puede también que fuera la visión de un tío que, en el colmo del disparate, meaba junto al cajero de La Caixa al tiempo que sacaba de él su dinero; luego se subió al coche y se fue, el muy cabrón, dejando allí el charquero. Cogí tal calentura que le lancé un improperio desde el balcón y esto acentuó mi mal humor. Y es que existen lugares más apropiados para aliviarse.