tribuna

El monte de nuestra vida

Por Juan Ignacio Cabrera Hernández.| Hay que hacer un buen ejercicio de imaginación para echar de menos algo que no hemos tenido. Es mucho más fácil (y doloroso) añorar lo que sí nos acompañó durante años y nos hizo felices. Como la voz y el cariño de amigos y familiares que se fueron. O la plenitud física cuando la enfermedad o la vejez acabaron imponiéndose. En estos días en que todavía sigue humeante y amenazando algunas partes de la isla el pavoroso incendio declarado en Arafo a mediados de agosto, el dolor por la pérdida del monte quemado sigue siendo intenso. Y será más lacerante aún cuando, con el paso del tiempo, por fin subamos a esas cumbres de La Orotava, Los Realejos, Güímar, Santa Úrsula… calcinadas e irreales, como los paisajes de un planeta en el que la vida nunca arraigó. Es fácil echar de menos lo que un día fue importante, imprescindible. Como ese imponente pinar de la Corona Forestal y su penetrante aroma a resina por el que caminamos de pequeños, en compañía de nuestros padres, en días de tortilla y filetes empanados. O que pateamos más tarde, con los compañeros del instituto o de la universidad, cuando ya empezábamos a ser conscientes de su valor y de la importancia de preservarlo y hacerlo nuestro. O incluso con nuestros hijos, a los que, en esos días largos de excursión y andares perezosos en familia, intentamos inculcarles la idea de que vivimos en una isla única, pero frágil. Ese monte que ahora se ha quemado marcó la infancia de mi padre, en la inmediata (y durísima) posguerra. Cuando, siendo todavía un niño, subía con sus hermanos, también imberbes, desde la parte alta de La Orotava hasta la entrada del Parque Nacional del Teide, cruzando todo el pinar, para recoger el cisco de retama que luego, abajo en el valle, serviría para leña o para acondicionar el suelo de la platanera. No está claro que el incendio originado en Arafo sea obra de algún desaprensivo, o el producto del descuido temerario de un excursionista o de alguien que iba de romería. Ante la dificultad de atajar el fuego por esa combinación letal de orografía abrupta, sequedad del aire, viento cambiante y altas temperaturas, los equipos de extinción optaron por preservar propiedades y vidas. En una lucha que no dio un segundo de descanso y que hizo que muchos canarios aterrados por las llamaradas nos familiarizamos con esa jerga de los ingenieros y los bomberos que dirigieron el operativo, a medio camino entre la estrategia militar, la botánica y la ingeniería forestal. Y el objetivo, casi milagrosamente, se consiguió: no murió nadie, y los daños materiales fueron mínimos.

Toca buscar a los culpables del fuego de Arafo, pero no conviene centrar la narrativa y el énfasis en el ajusticiamiento del pirómano. Y pensar que si encontramos al delincuente, todo estará arreglado. “¿Cómo nos está pasando esto?”. Es la pregunta que muchos se han hecho estos días en casa, en las redes sociales o en el bar. Hay que aprovechar el desconcierto, el miedo y la indignación para replantearnos entre todos la gestión de los montes y del entorno rural, en un escenario de cambio climático y crisis medioambientales más graves y frecuentes que cuando mi padre se afanaba por llenar el saco de cisco de retama, un gesto con el que inconscientemente él y otros muchos ayudaron a mantener saneada esa Corona Forestal que en estos días, tan desatendida y llena de pinocha, hemos visto arder como un fósforo. El fuego de Arafo es un problema de todos y es un problema complejo donde se cruza la emergencia climática con el abandono crónico del campo que ha traído nuestro estilo de vida. Toca movilizarse para que algo así no vuelva a ocurrir. Sabiendo que las soluciones no serán fáciles, y sí muy costosas y complejas. Para que el próximo fuego que devore el monte (que seguro que llegará) no se lleve por delante, en cuestión de horas o en unas pocas jornadas, tantas miles de hectáreas y tanta vida y diversidad escondida. Habrá que exigirles a los políticos planes a largo plazo para preservar y cuidar nuestra naturaleza en un mundo que ya no será el mismo, sino más desequilibrado y catastrófico. Y tendremos que exigirnos a nosotros mismos el coraje y la perseverancia para pedir responsabilidades y respuestas, aunque, de entrada, nadie nos haga caso. Para ello, no nos quedará más remedio que mantener viva la memoria del fuego que se llevó por delante el pinar que nos vio crecer. El monte de nuestra vida. 

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