Cuando El Hierro avisó con la erupción del volcán submarino, tal día como hoy de 2011, creó sin saberlo un precedente, un punto de partida. Es posible que la memoria nos juegue una mala pasada, con el disfraz de los recuerdos, pero tengo la sensación de que entonces no pasaba nada. Quiero decir que no había grandes infortunios como ahora. Nada del otro jueves. Eso.
Y fue estallar aquel volcán amable, que tanto nos alarmó sin mayores consecuencias, en la isla tranquila, y abrirse una puerta a un mundo desconocido de peligros diversos, a cual peor. Por ese hueco de la historia hemos entrado todos, y se han ido encadenando todas estas plagas. La pandemia, las guerras, los incendios insaciables, el volcán de La Palma… la lista negra de todos conocida. Hagamos una acotación: han seguido pasando cosas buenas, las dos caras del curso de la historia. Pero, siendo objetivos, hemos adquirido un estatus repentino de supervivientes. De manera que venimos de sortear serias adversidades.
En la mañana del 10 de octubre de 2011 fueron evacuados los vecinos de La Restinga, un pueblo curtido en la pesca y las noticias del mar. Aquella (como hoy los cayucos de África) era la de un sobresalto en esas aguas. El volcán no deparó desgracias, pero asestó un duro golpe a la economía local, los restaurantes y la pesca cesaron la actividad y hasta que pasaron 147 días no volvió la calma al mar del mismo nombre. La erupción submarina del Tagoro fue una ocasión inigualable para la ciencia, que por primera vez pudo monitorizar un fenómeno como aquel en directo. Acudían de todas las disciplinas científicas a inspeccionar los efectos de la erupción, cuya mancha de color verdoso era tan fotografiada por los satélites de la NASA. A un biólogo de la Universidad de La Laguna le pregunté, ¿qué ha sentido al navegar tan cerca del volcán?, y respondió jocoso: “No me ocurrió nada extraño, salvo que se me cayeron las gafas al mar”.
Y fue tal la agitación que transmitía el volcán submarino a quienes lo sufrían desde fuera que asistimos a una guerra civil entre volcanólogos, y los políticos se desesperaban por la ambigüedad de los pronósticos científicos. Al principio se temió lo peor, que la erupción sería más explosiva. El Pevolca, aprobado un año antes, se estrenaba. Y hubo momentos de desolación aquel otoño que no sabíamos aún que nos reservaba un duro porvenir. Ahora estamos habituados. Estalla la guerra en Oriente Próximo y decimos, ah, otra piedra más.
La palabra de moda fue tremor. El sismo que avisa de que el magma está a punto de aflorar. Aprendimos el lenguaje de los volcanes, que habíamos olvidado, porque hacía 50 años que no había una erupción. Pero el Teide y Cumbre Vieja estaban en boca de todos. Luego, al cabo de un tiempo, llegarían buenas noticias. El volcán había fertilizado de forma natural los fondos marinos herreños que gozan de protección. Los buceadores regresaron al Mar de las Calmas. Y el vergel insular volvía a experimentar sus horas dulces.
La Restinga es testigo de las dos épocas. Los cayucos actuales no producen rechazo en la isla porque el herreño es decano en la materia: la emigración (a América). Pero que no se nos caigan las gafas en las aguas de esta crisis. No perdamos de vista la profundidad del problema, con los ojos de las demás islas y los ojos del Estado y de Europa, todos a la vez.