por qué no me callo

Octubre, octubre

Octubre, octubre fue el título de una de las novelas más célebres de José Luis Sampedro, su obra maestra, la que le llevó 20 años escribir con aquella paciencia monástica de documentalista minucioso o maniático. Podía pasarse la vida entera elaborando, maquinando la ficción de una dinastía, con el mapa de las calles y las casas de sus personajes en el bolsillo mientras paseaba por Madrid rebuscando antecedentes sufíes para un argumento de erotismo y de mística al mismo tiempo.

Al autor de esa novela que lleva el nombre de este mes lo conocí antes y durante su autoaislamiento en el paraíso chicharrero como un vecino más, que se mudaba de una planta alta del edificio Bahía frente a Paso Alto y el mar a un piso interior en alguna calle sosegada y discreta. Sampedro -como solía decir Gilberto Alemán- iba silbando por la calle del Castillo y saludando a todo el mundo. Ahora se silba poco porque no hay qué celebrar en este velatorio de almas en pena. Me confesaba su ciencia literaria, la alquimia de sus novelas, los apuntes, las fichas, hasta que el puzle de la narrativa se dejaba componer y salía una obra densa o ligera, sombría o bienhumorada sobre sí mismo y los alcahuetes que rondan al autor, porque todo cuanto se escribe -decía- es memorialístico, autobiográfico, inventado y real.

Octubre se va, como se fue Sampedro, que fue longevo y amigo de Stéphane Hessel, el diplomático nonagenario al que prologó aquel opúsculo de trincheras, ¡Indignaos!, que incendió los ánimos de la juventud radical en los escombros de la Gran Recesión y alumbró un movimiento contestatario de ¡basta ya! y ¡no nos representan! en unos países más que en otros. En España, dio lugar al 15M hace doce años y de ahí nació Podemos atrabancadamente.

Octubre invoca el otoño, incluso el otoño tardío, como ahora es el caso. Recuerda que todo tiene un inicio y tiene un otoño. Sampedro, que alcanzó los 96 años y había sido un economista venerado y profesor universitario, dejó dicho antes de morir que los políticos del futuro serían los científicos, según le escuché con Évole. Cuando se desató la pandemia y la ciencia tomó las riendas de la crisis liderando las vacunas y las mascarillas, los locales clausurados y los confinamientos para salvar millones de vidas simultáneamente, me acordé de aquella profecía de Sampedro, que era santo de mi devoción. Un tipo genial con cara infantil y feliz que parecía haber jugado a baloncesto.

Este octubre se ha llevado a Juan Julio Fernández, buen amigo y buena persona. Lo querían mucho en la AECC, llegó a ser un referente nacional de la lucha contra el cáncer, y en la Transición se enroló en UCD, fue diputado con Suárez en los 70-80, y cuando Tejero dio el golpe que ahora ha vuelto a la palestra le ofrecieron una pistola en el Congreso, días después, para que se defendiera en caso de necesidad, y la desestimó. Era arquitecto y era insobornablemente palmero. Octubre tiene estas cosas, ejerce de epiloguista.

También se llevó a mi peluquero, Salvador Romero, el barbero del Toscal, que era bueno en su oficio y un certero analista de la actualidad mientras ejercía su función. Tenía quince minutos para contar lo que pasaba en el mundo. Lo que dura un pelado a mi edad. Y completaba la faena siempre a la perfección. Como si fuera de la estirpe de Sampedro (preciso y lacerante), de quien, ahora que me doy cuenta, ha pasado desapercibido, con tanto ruido político y tanta guerra a la carta, el décimo aniversario de su defunción. Aquí va mi recuerdo al atleta de las letras y los números. Octubre, octubre…

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