Casi cada día, y al menos en las últimas semanas, llegan a Canarias decenas, cientos de jóvenes africanos (generalmente varones, pero cada vez más mujeres, adolescentes y niños), sin que ningún concejal, alcalde, consejero insular, diputado regional, presidente y otros políticos de cualquier escala los esperen en los sitios en los que arriban, con la excepción de esas visitas, a veces incluso con ministros, bastante preparadas que rara vez coinciden con la llegada de un cayuco o patera.
Como bien se queja José Segura, director de Casa África y exdelegado del Gobierno en el gran repunte de 2006, que el pasado domingo se acercó a elogiar a los voluntarios de Cruz Roja mientras llegaba un cayuco a Los Cristianos (para sorpresa de los propios integrantes de la ONG), lo que alcanza la anhelada costa canaria en esas barcazas de madera no es “ni material radiactivo, ni mercancía peligrosa ni chatarra”. Simplemente, son personas. Seres humanos, descendientes del mono, con sus miserias y grandezas. Como usted, como este juntaletras. Con sus sueños, sus frustraciones, sus miedos, sus virtudes, sus defectos y carencias, su familia, sus retos y sus derechos, tristemente negados en tierras en los que muchos/as presumen de libertad y se la tiran a la cara a los rivales políticos o ideológicos.
Encima, muchos de ellos son menores de edad que, por ley, deben quedarse en la comunidad de llegada, si bien se supone que ha de aplicarse una solidaridad redistributiva estatal (debería ser de la UE). Una situación que, sin embargo, tanto con los menores como con los adultos, está aflorando lo peor del ser humano ciego, egoísta, racista y lleno de prejuicios, para colmo, entre los políticos/a que más presumen de ser faros de la libertad (más allá de tomarse una caña en medio de una pandemia mundial) y que, en muchos casos, van a darse golpitos de pecho en la iglesia los domingos y días de guardar en nombre de salvadores de la humanidad… En fin.
De nada sirve que se recalque que, en su mayoría, no quieren quedarse en España, que hablan francés e inglés y que buscan encontrarse con familiares o amigos en esos países u otros. De poco ha servido alertar del grave problema demográfico español, de esa España vaciada tan cacareada en elecciones y tan olvidada inmediatamente después. Por supuesto, casi nadie repara en por qué gastan más de mil euros para arriesgar su vida durante 4, 6, 8… días o más en un Atlántico inmenso, frío y traicionero cuando, por ejemplo, un vuelo directo desde Senegal a Gran Canaria cuesta 300 euros o menos. No tiene una mínima lógica.
También resulta inoperante remarcar que, de los más de 6 millones de extranjeros que viven en España, solo el 1% procede de África (Marruecos incluido, por supuesto, aunque algunos sigan con sus mentiras y demagogia). Qué más da: a partidos como Vox y a otros que pactan sin rubor con ellos (y no hay que pensar ni señalar mucho para detectarlo) solo les sale la palabra “invasión”, que luego se refleja en calles de La Laguna o en todos los túneles de Icod a Los Realejos en pintadas que solo dan ganas de borrar y vomitar.
Y lo más triste es que ese racismo mezquino y bochornoso está muy extendido, incluso en mentes supuestamente progresistas, y olvida las miles de personas (sí, como usted, como yo) que yacen en el fondo del Atlántico o el Mediterráneo, aparte, por supuesto, de nuestro pasado migrante como canarios y, en el fondo, como humanos que, partiendo precisamente de África, nos extendimos por los distintos continentes cuando las fronteras no se marcaban en mapas políticos a color. Cuando simplemente no había ni banderas o escudos.
Aunque hay una buena parte de la población canaria absolutamente solidaria y concienciada con lo que está pasando, las muestras de racismo son tan lamentables a diario que, incluso, este periódico ha sido testigo de cómo alguien que, encima, vendía hace poco cupones de una asociación de discapacitados, le espetaba en alto a un grupo de menores migrantes negros, en el muelle del Puerto de la Cruz, que él sabía “qué bidón de pintura habría que tirarles por encima”, para regocijo de algunos acompañantes, sonrojo de otros testigos y cabreo al infinito (y pelea verbal) de un único presente que se atrevió a encararle.
Pero, en el fondo, la realidad es otra. Esos negros, esos “negritos” (que dirían algunos poseídos de ese paternalismo judeocristiano tan hipócrita como de cartón piedra), tienen los mismos sueños y pesadillas que cualquier blanquito del Occidente rico.
DIARIO DE AVISOS se ha trasladado a uno de los centros que acoge a menores migrantes en Tenerife (por supuesto, es mejor no decir dónde, pues el racismo y la irracionalidad resultan incontrolables, y las ONG y los responsables de su acogida lo sufren a diario). La visita sirvió para comprobar el inmenso valor de unos chicos (cada vez más acompañados de chicas y a los que, por supuesto, no se puede fotografiar su rostro) que no solo arriesgan su vida, sino que son la gran esperanza de sus familias, trabajan para ahorrar y venirse a escondidas en algunos casos y tienen claro su meta: formarse, aprovechar su oportunidad y volver a sus países para desarrollar su sueño. Eso sí, su sueño es todo: es poder sobrevivir, es poder vivir también aquí (por qué no), es tener libertad (la de verdad) y, por supuesto, disfrutarla.
PABLO
Pablo no se llama Pablo. Por su condición de menor, y en coordinación con la Dirección General del Gobierno de Canarias, se inventa ese nombre. Es marroquí, tiene 15 años, llegó hace un año en patera junto a otras 53 personas desde Tánger, fue el único menor en esa arriesgada aventura y en este tiempo ha aprendido un español más que aceptable. Y es que es muy inteligente, despierto e irónico.
Llegó a Fuerteventura tras cuatro días y medio en el mar (afortunadamente en calma) y después de pagar 1.500 euros que le dio su madre, con la que habla cada día por teléfono. Por supuesto, es la gran esperanza de su familia, que sigue en Meni Melal y que componen otras tres hermanas y sus padres. Vino con un primo de 18 (ahora 19 años) que está en Italia (Roma) desde 2022 y, aunque la idea inicial era seguirle, ahora no le importaría quedarse y formarse aquí o, sobre todo, en Madrid, porque su gran sueño es ser profesor y, en su momento, regresar a Marruecos para desarrollarse allí como docente “y enseñar a otros”.
Hasta ahora, Pablo se ha sentido bien tratado y, aunque es consciente de que no todos los españoles y canarios los reciben con los brazos abiertos, no ha notado tanto el racismo como otros de sus compañeros en su centro de acogida. Muchos de sus amigos marroquíes también lo han arriesgado todo (uno de ellos está en La Laguna) y otros muchos quieren hacerlo, por lo que tiene claro que las llegadas irán a más y que hace mal Europa si les rechaza por puro racismo.
LAMINE CAMARA
Por supuesto, Lamine tampoco es Lamine, aunque no duda al elegir este nombre y apellido (Camara) “porque me gustan”. Este gambiano de 14 años llegó hace 3 meses desde su país en un cayuco con otras 120 personas. Tardaron 7 días en arribar a Fuerteventura y tuvo miedo porque, aunque no pasó hambre, “no tenía tantas cosas para comer como otros compañeros de viaje”.
Tiene cinco hermanos, su familia pagó 90.000 dalasi (la moneda gambiana, unos 1.300 euros al cambio) y, evidentemente, también representa la gran inversión y esperanza de futuro de los suyos. Su gran sueño era llegar a Barcelona, aunque sabía que tenía que pasar por Canarias. Quiere estudiar y trabajar de agricultor y, de hecho, está esperando a cumplir los 16 años para poder apuntarse a un curso sobre materia agrícola que le han propuesto en Tenerife.
Pero, como otros muchos, y aunque la vida le ha ofrecido, de momento, una oportunidad que no sabe cómo se desplegará tras salvar el Atlántico, su gran meta es volver a Gambia para, precisamente, desarrollarse allí como agricultor, su gran pasión.
Lamine tiene claro que, como él, otros muchos de sus amigos quieren venir a Europa para intentarlo “cuando reúnan el dinero”, si bien le ha pasado como a otros muchos que, por desconocimiento e idealización, pensaban que llegarían a Barcelona de forma directa, que no pasarían antes por estas islas.
MAMADU
Mamadu (le encanta ese nombre improvisado) tiene 15 años y es senegalés. Habla un español envidiable y los 610 euros (400.000 francos senegaleses) que le costó el viaje en cayuco desde su país no se lo pagó su familia. Es más, nadie sabía que se metería en una de esas enormes barcas para arriesgar su vida en busca de un futuro mejor. Para ello, estuvo trabajando (sin dejar los estudios) como repartidor el tiempo suficiente y solo cuando ya estaba en el océano, junto a casi 200 personas (con mujeres y otros niños y adolescentes), llamó a sus familiares para decirles lo que estaba haciendo, antes de perder cobertura y batería.
Por supuesto, su familia se asustó mucho por el riesgo que corría, pero, al saber que había llegado sano y salvo al sur de Tenerife (hace 2 meses y tras 8 días de travesía “en los que no comí bien”), enseguida le respaldó y le deseó la mejor suerte para cumplir su gran anhelo: convertirse en cocinero y, como los demás, volver a su país para desarrollarse en plenitud.
Al hablar francés y tener amigos allí, a Mamadu le daba un poco igual dónde acabar en Europa, aunque, ahora, al ver la solidaridad de una buena parte de los canarios y españoles, prefiere quedarse aquí y estudiar su gran pasión. Eso sí, y como otros muchos de sus compañeros, ha notado tanto el racismo como esa misma solidaridad cuando ha paseado por calles y enclaves de Tenerife, aunque no entiende que exista xenofobia y cree que “se equivoca” cualquiera que la sienta. “Simplemente, son ignorantes”, sentencia. “En realidad, solo queremos formarnos, volver a nuestro país y desarrollar nuestros sueños”, resume.
Mamadu, que tiene un hermano y una hermana y cuya madre murió cuando era niño, sabía que venía a Canarias y se ha encontrado lo que esperaba. Muchos de sus amigos han venido y otros quieren hacerlo, pero insiste en que quiere volver para abrir un restaurante y ayudar a la gente “a tener las oportunidades que ahora tengo yo”.
Y es que, sí, son eso, personas, humanos, sueños… “No material radiactivo, ni mercancía peligrosa ni chatarra”, que dice sabiamente Segura. Simple y complejamente, seres humanos como usted, como este juntaletras. Ni más, ni muchísimo menos.