tribuna

Un mundo y dos guerras

En una sola semana, desde el pasado sábado en que Hamás atravesó la frontera de cristal con Israel, hizo añicos la vidriera de la paz, perpetró la masacre conocida y lanzó desde Gaza 5.000 cohetes sobre el enemigo irreconciliable, nuestro mundo entró en una nueva prueba de fuego, 20 meses después de la invasión rusa de Ucrania. Ahora, la plaga de las guerras. Es el siguiente eslabón de esta cadena de catástrofes consecutivas que nos ha tocado vivir en todos estos años desde 2020. Suma y sigue.


Treinta años después de la primera patera con dos veinteañeros saharauis que arribó a Fuerteventura, nuestra microhistoria local se reduce a gravitar sobre un mismo problema de vecindad, que nos compete desde el primer día. La inmigración no es solo una pesadilla de seres humanos (ya recordaba este miércoles en DIARIO DE AVISOS el director de Casa África, José Segura, que “no son material radiactivo ni chatarra” los que vienen en cayucos). Es parte de nuestra historia. Los primeros habitantes de estas islas proceden de allí (decir allí y aquí viene a ser lo mismo). Por lo tanto, seguimos viniendo. La historia se repite.


Darle la espalda a África nos ha costado caro. Nuestras autoridades lo intentaron por cuestiones de imagen, de marca, de ambición tricontinental, por un instinto evasivo y a la vez pragmático de evidente proyección cultural de las Islas durante más de cinco siglos. Fue una decisión que gozaba de consenso político y social en Canarias, que ha sido siempre reacia a asumir su parentesco africano. Pero la geografía, inexorable, nos devolvía, una y otra vez, al atlas de la realidad. Esa contumacia se reaviva ahora como el fuego, en medio de conflictos mayores que nos han obligado a repasar los mapas.


Por alguna razón uno de nuestros mejores poetas, Pedro García Cabrera, como me contó en una travesía en barco que hicimos juntos hacia su isla natal, La Gomera, decidió entablar amistad con otro poeta y político africano, Léopold Sédar Senghor, el histórico presidente senegalés, ahora que los cayucos nos han devuelto al punto de origen. El poeta de la negritud no renegó de su africanidad aun siendo un catedrático de Gramática formado en La Sorbona y miembro de la Academia francesa.


Este debate no está ni mucho cerrado en las Islas, ni siquiera ha sido propiamente iniciado. Es un tema alérgico y tabú entre nosotros, pero ahora que llevamos trienios en la UE, estamos en condiciones de abordar sin complejos este trinomio cultural y sentimental entre tres continentes que nos conciernen, confiriendo a África la parte irrenunciable que le corresponde en la ecuación de nuestra identidad junto a Europa y a la olvidada América, a la que también damos la espalda según los vaivenes de la historia.


Europa no es África, pero tiene en su haber una frontera africana que somos nosotros. Es nuestro rasgo distintivo, de región ultraperiférica y tricontinental atlántica, ahora que se discute de nuevo acerca de un país de territorios diversos en el palisandro español, dentro del arrebato de la investidura. Siempre hubo latente un atisbo de África, aquella africanidad que argüía Antonio Cubillo sin rubor ante los remilgos de las clases elitistas dominantes de esta tierra desterrada por definición. Claro que América. Claro que Europa. Pero África también. Nos sitúa en el mapa. O seríamos unos zombis europeos en el limbo.


A lo que íbamos. Nuestra microhistoria insular, mientras se agita la coctelera del mundo, gira sobre sí misma estos días entre la costa africana, un brazo de mar y una isla simbólica, El Hierro, que tiene tanto que decir sobre el fondo de la cuestión (la emigración). En 2050 está previsto que la población africana se multiplique por dos: serán 2.500 millones de personas de los 10.000 millones que habitarán el planeta para entonces. Se le conoce con un nombre muy apropiado a esta época: bomba demográfica.


Nada de lo que acontece es ajeno al momento alterado que vivimos. Las guerras, las olas de calor y la trashumancia humana, causada por los conflictos bélicos, la convulsión climática y social, y el hambre. La pescadilla que se muerde la cola.


El mundo está al borde de algo. Pero desconocemos la desembocadura de este río de la historia. Solo sabemos que cada día asoman nuevos signos, que invocan a augures y nigromantes.


¿Es todo irreversible o podemos influir en los acontecimientos? ¿Qué clase de época es esta y qué espera de nosotros? ¿Qué significa toda esta erupción migratoria, climática, bélica, epidemiológica, y tantos volcanes más, que se espolean unos a otros: la inflación, la crisis energética, un sinfín? Hay un tsunami de nuevos paradigmas y no tenemos respuestas, con la inteligencia artificial pisándonos los talones. El factor humano pierde jerarquía.


Si el verano ha despejado todas las dudas sobre el cambio climático, un insospechado cambio político, telúrico también, está cobrando cuerpo en Europa. Es la otra gran pieza del puzle actual. La ristra de elecciones que se celebrarán desde hoy en el continente (Polonia, Países Bajos, Lituania, Bélgica, Croacia, Rumanía, Austria o Reino Unido) y los comicios al Parlamento Europeo en junio de 2024 sobresalen como un Yeti en medio de la inestabilidad.
Los más alarmistas profetizan el final de la UE tal como la conocemos, bajo la presión de las fuerzas de ultraderecha. Lo de España sería la punta de ese iceberg. Por eso la investidura, en mitad de tales pronósticos, no es ninguna anécdota. Algunos analistas europeos fían al hecho de que se detenga la ola ultraconservadora en España un posible giro en Europa que revierta su decadencia. Y bajo ese prisma, los peores presagios que se ciernen sobre España serían fuegos artificiales, mientras las bombas de verdad están cayendo en Ucrania y Oriente Próximo, ante la mirada intransigente de un sujeto desalmado que es el sátrapa de toda esta involución.

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