Por Jorge Gómez Sirvent* | En el año 1959 la Asamblea General de Naciones Unidas promulgó la Declaración de los Derechos del Niño, reflejados en tres escuetos folios, donde insta a “los padres, hombres y mujeres individualmente, a las organizaciones particulares, autoridades locales y gobiernos nacionales para que reconozcan los derechos en ella enunciados y luchen por su observancia”. Además recomienda a los gobiernos de los Estados Miembro y demás organizaciones dar la máxima publicidad al texto. El mandato se resume en diez puntos en donde se reafirma la fe de esta institución en insistir en los derechos del hombre y en la dignidad y el valor de la persona humana, y su determinación de promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad. Aplicar esto al menor supone, en sus propias palabras, “que, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidados especiales, incluso la debida protección legal, antes y después del nacimiento” y por tanto “que pueda tener una infancia feliz y gozar, en su propio bien y en bien de la sociedad, de los derechos y libertades que en ella se enuncian”. Y ¿en qué se traduce esto de forma pragmática en la vida diaria? Pues depende. Depende del lugar donde nazca. Depende del régimen político de su territorio. Depende de si su país está en guerra. Depende del status educativo y social de su entorno. Depende del desarrollo tecnológico del lugar. Depende de la religión que predomine en su ámbito y de la que su familia profese. Depende del color de la piel. Depende del idioma que hable. Y ya, el colmo, depende hasta del sexo con que te premie la vida.
Si leemos esta declaración de derechos, aun sin tomarla como dogma de obligado cumplimiento, contemplamos que está muy lejos de llevarse a cabo, sobre todo, en territorios alejados de nuestra zona de confort. En países en vías de desarrollo existen otras necesidades olvidando que la mayor riqueza que tiene un pueblo es su infancia y como se la eduque.
La mayoría de los artículos enunciados van dirigidos a las Administraciones, obligando a proteger derechos tan elementales como la alimentación, la salud o la educación de los más pequeños, pero otros, más básicos, involucran al ámbito familiar y del hogar, protegiendo al menor con la transmisión de valores esenciales como la dispensación de amor, cariño, comprensión o protección prioritaria.
Acercándonos a nuestro entorno social de país adelantado, y suponiendo superados los derechos obligatorios que debe proveer el Estado, debería ser de obligado cumplimiento permitir que el menor pueda desarrollar su propia personalidad basada en recibir los estímulos propios acordes a cada etapa evolutiva, y siempre en un ambiente de seguridad moral y material. Así, acorde a su edad, debe descubrir de una manera natural tanto sus logros positivos como la no consecución de algún propósito y ser capaz de asimilarlo. Debe explorar que la frustración también formará parte de su vida en algún momento y, siendo acompañado en este sentimiento, aprender a superarla de forma personal. De esta manera, la sobreprotección parental no ayuda al desarrollo equilibrado del carácter, favoreciendo un apego dañino como forma de resolver conflictos, dándole a entender que será otro el que lo resuelva sin su concurso. La alegría, la tristeza, el amor, la frustración, el miedo o la felicidad son algunos sentimientos que nos distinguen como seres humanos y por tanto contribuyen a la formación de la persona. ¿Porque empeñarse pues en que no los experimenten todos?
Vulneramos los derechos del menor cuando consentimos que los estímulos más primarios que generan apego y confianza como la mirada, la sonrisa o un rictus de enojo, y que se asocian en su cerebro a emociones varias, sean sustituidos por luces, colores y sonidos provenientes de una pantalla. Los dispositivos móviles inteligentes (lo son porque son capaces de absorber la atención e inteligencia del que lo usa) les imponen un desarrollo sensorial diferente al que conocemos como tradicional, y que consiste en la transmisión natural, mediante la voz, los gestos, el tacto o la expresión, del patrimonio ancestral del propio ser humano, como forma universal de transferir a la descendencia su carga familiar, emocional, ética, y cultural. Desaparece, de forma progresiva y rápida, el contacto humano como forma de acercamiento a nuestros pares y con ello la forma más primaria y natural de convivencia.
Uso inadecuado
El uso inadecuado de esta tecnología en la primera infancia es un factor más que contribuye a la aparición de trastornos del neurodesarrollo. Asistimos así, a un aumento inusitado de menores en edad pre-escolar con retraso o trastornos del habla, arma más importante en la comunicación de la especie humana tras la básica puesta en marcha de la comunicación no verbal. En muchos de ellos estas alteraciones son el primer signo de alarma al que se añaden problemas de interacción social, retraimiento, alteración cognitiva o conductas repetitivas, abriendo la puerta a menudo a su clasificación dentro del trastorno del espectro autista (TEA). En niños mayores esta falta de conexión social, puede acelerar problemas de concentración y de aprendizaje, así como los muy frecuentes problemas de sueño, visión y tendencia a la obesidad. Caminamos por la calle sorteando niños y adolescentes zombies, sin ningún tipo de relación entre sí, abducidos por la pantalla que llevan entre las manos y mirando al suelo. Ya existen acciones sociales apoyadas por estudios científicos encaminadas a limitar el uso de estos dispositivos sobre todo en los primeros años de vida.
También vulneramos esos derechos cuando permitimos que se desarrollen creyendo a ciencia cierta que lo representado en redes sociales debe tomarse como dogma de fe y objetivo de vida. El uso oscuro de las mismas puede comportar riegos vitales de indudable calado, lo que sumado a la deficiencia tradicional en asistencia a la salud mental, ha multiplicado los casos de acoso grave, depresión, trastornos de la conducta alimentaria y suicidios en menores y adolescentes. El acceso libre a contenidos inadecuados en edades no apropiadas, como escenas de violencia explícita o sexo, no hacen otra cosa que normalizar en su intelecto situaciones incomprensibles pero llamativas, que con su repetición pueden confundirse con situaciones cotidianas y de la vida real, normalizándolas e intentando imitarlas. No existen leyes que preserven la salud del menor a este respecto. Hacemos poco en razón a sus derechos cuando aceptamos en estas redes juegos donde impera la violencia, cuyo propósito es eliminar a seres representados en diferentes etnias y que hacen aflorar sentimientos de rechazo, xenofobia y repudia a otras culturas.
Quebrantamos también sus derechos cuando los dirigimos a la competitividad más descarnada como forma principal de conseguir objetivos, olvidando la ética y la empatía como acompañantes fundamentales de toda interacción social, destacando que lo único importante es vencer a cualquier costa.
Parece increíble que, a estas alturas de la evolución creativa, debamos hacer un acopio de fuerza y voluntades para intentar conservar a toda costa intacto el derecho a desarrollarse en un ambiente natural y humano, lo cual nos ha sido transmitido durante generaciones.
Como dice Pam Leo, autora de talleres de parentalidad durante más de treinta años: “como tratemos al niño, el niño tratará al mundo”. Hay que pensar sobre ello.
*Jefe del Servicio de Pediatría del Hospital Universitario Nuestra Señora de Candelaria