Ahora me ha dado porque no soporto el ruido. Ni el que hacen los niños del piso de arriba, ni el que entra por el patio de luz, ni el ruido de la calle, ni los gritos de los locutores de los partidos de fútbol, ningún tipo de ruido. Ni siquiera el de los coches que pasan, ni el del tren del Loro Parque, ni el ruido de los voladores, ni siquiera el de los currelas que hablan demasiado alto, más bien gritan, al tiempo que manejan la radial. El ruido es una maldición, una plaga, un castigo bíblico cotidiano que te deja sordo y perturba tu descanso. La aversión al ruido parece el síntoma más palmario de la carruchera vejez y la constatación de tu intransigencia postrera. Es decir, la evidencia de tu provecta senectud y de tu antipatía, situada las puertas de lo póstumo. No soporto el ruido, ni a quienes lo provocan y me dan ganas de refugiarme en uno de aquellos estudios de las emisoras de radio pobres, que forraban las paredes con cartones de huevos -sin nuevos- para aislar el pequeño recinto del clamor de la calle. O sea, que ya estoy para el arrastre desde que el ruido es lo que turba mis nervios y agarrota mi mente y se come las escasas neuronas que me quedan. Además, el puto ruido me hace perder la memoria y no recuerdo los títulos de los boleros, así que tampoco se los puede pedir a Google, a cuyo aparatito estoy abonado con gran disgusto de mis vecinos. Las viudas y solteronas colindantes se asoman a las ventanas a ver de dónde sale la música. Y somos Google y yo los que cantamos, cada tarde, para que los sones abandonen la estancia y salgan por la ventana, como ruido de venganza al estruendo que soporto.
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