en la frontera

El Estado de Derecho

Los valores jurídicos del Estado de Derecho, en la construcción romano-germánica, tienen un obvio y evidente sustrato ético y moral. La misma esencia de la Administración pública, conectada a conceptos como servicio, objetividad e interés general, es de orden axiológico. Primero porque surge para la protección de la dignidad humana y porque, segundo, en su desarrollo, el aparato público está vinculado a la justicia y muy especialmente a la objetividad, características del quehacer administrativo que, en una democracia, tienen un hondo significado ético. A pesar de los pesares, de la realidad en que vivimos, nunca a lo largo de toda la historia tantos han hablado tanto de ética y nunca quizás se haya conculcado tanto. La ética nos interesa porque el contenido material de las normas, la finalidad de las normas, debe orientarse en función de los valores del Estado de Derecho que, como sabemos, tienen una eminente deriva ética y moral. Si la forma no exterioriza valores, no es una verdadera norma jurídica, será una regla, pero no una norma propia del Estado de Derecho. En el interés actual por la ética hay razones circunstanciales, como los escándalos que nos sirve con mayor o menor intensidad y frecuencia la prensa diaria. Hay razones políticas en este interés desusado, porque la ética se ha convertido en un valor de primer orden, o cuando menos –hay que admitirlo- como un valor para el mercadeo político. Hay también situaciones de desconcierto, ante las nuevas posibilidades que ofrece la técnica, que exigen una respuesta clarificadora. Pero hay, sobre todo, una razón de fondo, que creo que justifica plenamente el interés por las cuestiones éticas, especialmente en un estudio sobre la forma jurídica, pues el Derecho Administrativo concebido como el derecho del poder público para la libertad solidaria de las personas reclama que todas sus categorías e instituciones se orienten, especialmente los actos, normas y contratos a esa misión constitucional del servicio objetivo del interés general. Algo que, a pesar de los pesares, es cada vez más necesario y urgente.

La política democrática es una tarea ética en cuanto se propone que el ser humano, la persona, erija su propio desarrollo personal en la finalidad de su existencia, libremente, porque la libertad es la atmósfera de la vida moral. Que libremente busque sus fines, lo que no significa que gratuita o arbitrariamente los invente, libremente se comprometa en el desarrollo de la sociedad. El solar sobre el que es posible construir la sociedad democrática es el de la realidad del ser humano, una realidad no acabada, ni plenamente conocida, por cuanto es personalmente biográfica, y socialmente histórica, pero atisbada como una realidad entretejida de libertad y solidaridad, y destinada, por tanto, a protagonizar su existencia. La política democrática no puede reducirse, pues, a la simple articulación de procedimientos, con ser este uno de sus aspectos más fundamentales; la política democrática debe partir de la afirmación radical de la preeminencia de la persona, y de sus derechos, a la que los poderes públicos, despejada toda tentación de despotismo o de autoritarismo, deben subordinarse. La afirmación de la prioridad del ser humano en la concepción las nuevas políticas es el elemento clave de su configuración ética. Hoy, la realidad nos muestra cuán importante es la vuelta a los valores, la vuelta a la dignidad de la política, la vuelta a la centralidad del ser humano. Hoy, pisoteada hasta el paroxismo por las tecnoestructuras políticas y financieras.

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