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La defensa de la Segunda República

Pedro Sánchez se queda, y lo hace con el compromiso de emprender una ”regeneración” ante la supuesta amenaza que los jueces independientes y los medios críticos suponen para la democracia, identificada con su Gobierno. Su modelo es la Ley de Defensa de la República de 1931, una norma que permitía suspender la venta de ciertos periódicos incómodos para el Gobierno, prohibir cualquier “difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz” y sancionar -y hasta detener y deportar- a periodistas críticos. Según defendió Azaña en su discurso de presentación del Gobierno ante las Cortes, la República tenía “derecho a ser respetada y, si no fuese respetada, el Gobierno la hará temer”. El propio Azaña, en una reunión del Gobierno dos meses antes, había dibujado su plan: “Propongo una política enérgica, que haga temible a la República, en la seguridad de que, en cuanto empiece a ponerse en práctica, el volumen ahora creciente de la inquietud y la alarma se reducirá a nada. Les digo que hay que comenzar suprimiendo los periódicos derechistas del Norte, y quizás los de Madrid”.

La Ley de Defensa de la República, aprobada el 21 de octubre en las Cortes Constituyentes, permitió al Gobierno disponer de una herramienta para “hacerse respetar” al margen de los tribunales contra quienes cometieran “actos de agresión contra la República”. La norma disponía, en su artículo 1, que “son actos de agresión a la República y quedan sometidos a la presente Ley” la “difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz o el orden público” (artículo 1.3). También se perseguiría (artículo 1.5) “toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las instituciones u organismos del Estado”. La competencia sancionadora correspondía al Consejo de Ministros. En el caso de los periódicos, era el Ministerio de la Gobernación (el equivalente actual a Interior) el que tenía potestad para suspender su licencia de distribución. Cientos de personas fueron deportadas a Guinea Ecuatorial y al Sáhara. Entre quienes sufrieron esta Ley también hubo miembros de la Justicia: al juez Luis Amado, por ejemplo, se le suspendió por dos meses de empleo y sueldo por haber dejado en libertad condicional a un presunto pistolero contrario a la República. En 1932, el Gobierno envió telegramas a diversos gobiernos civiles pidiéndoles listas de personas enemigas o incómodas para la República.

El propio Azaña, tiempo después, reconocería ante las Cortes lo drástico de esta normativa, pero también los efectos de pacificación social conseguidos con ella: “Esta ley es una ley de excepción, claro está, pero hay necesidades dolorosas, señores diputados. La experiencia ha probado una cosa, que yo me atreví a anunciar desde estos bancos cuando propuse a las Cortes la aprobación del Proyecto de Ley, y es que ha bastado la promulgación de la Ley y el conocimiento público de que había un Gobierno dispuesto a aplicarla cuando fuera menester para que la Ley haya ofrecido sus beneficiosos efectos de calma y de paz”.

La Ley de Defensa de la República parece redactada por Pedro Sánchez y sus acólitos, y, desde luego, nos ilustra sobre sus intenciones y el modelo de democracia que nos está proponiendo. También nos advierte sobre el carácter democrático de la propia Segunda República.

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