tribuna

Si tiene fiebre, no me lo niegue

Para tratar a un enfermo, lo primero es estar seguro de que lo está, que no se trata del personaje imaginario de Moliere, y luego conocer cuál es el mal que le aqueja. Las enfermedades suelen tapar a otras que las enmascaran y, en ocasiones, los síntomas no se muestran abiertamente, haciendo difícil su identificación. Es complicado diagnosticar algo que presume de no existir igual que denunciar un problema allí donde se asegura que no existe ninguno. La mejor manera de ocultar un conflicto es negar su existencia, como en el caso de aquel boxeador al que le decían en el rincón: “ni te toca”, mientras su contrincante lo tenía inflado a tortazos. Un médico de La Laguna se mostraba drástico en estos asuntos. “Si tiene fiebre, no me lo niegue”, decía, dando a entender que el paciente debería reconocer humildemente lo que le ocurría antes de someterse a la prueba inapelable del termómetro. Algo está pasando, un terremoto está moviendo la cama, aunque esta parezca seguir estable sobre el suelo. Se mueve el piso, se mueve el edificio y se mueve el terreno sobre el que está construido. Lo que no se puede decir es que todo está en ese reposo aparente del “sin novedad, señora baronesa”. No podemos continuar afirmando “aquí no pasa nada” cuando sí pasa, y, lo peor, cuando intentamos que la inmensa mayoría no sepa lo que sucede realmente. Estamos jugando una partida de ajedrez donde las fichas tiemblan nada más sentir la respiración de los que las desplazan sobre el tablero. Sentados sobre un barril de dinamita, achacamos lo que nos sucede a nuestra relación complicada con el planeta sin darnos cuenta de que es con nosotros mismos con quienes tenemos que resolver el problema. El planeta nada tiene que ver con eso, él no tiene la culpa de que intentemos crear una religión panteísta a su alrededor, porque, en el fondo, somos los que lo pensamos, lo creamos y los que le intentamos dar solución a la medida antropomórfica con que siempre vestimos las cosas que nos rodean. Lo mejor, como siempre, es mirar para otro lado. Ayer, compartí en mi muro de Facebook un video de Lang Lang tocando el adagio del Emperador de Beethoven y, a muchos, les pareció una hermosura. A mí me sirvió de ejemplo para observar la universalidad de los sentimientos humanos: un chino interpretando la música de un alemán con una sensibilidad extraordinaria, descubriendo la fibra óptica invisible por la que se comunican los pueblos. A la vez que esto ocurría, veía dividirse las opiniones sobre partidarios de genocidas y terroristas por partes iguales, veía levantarse barreras para el desentendimiento, donde unos están cercanos a ganarse el cielo y otros se precipitan al infierno, veía a los que afirmaban haber conquistado la normalidad frente a quienes amenazaban con volver inmediatamente a lo de antes. Mientras tanto, no pasa nada. Todo son los síntomas machacones de un enfermo imaginario, o de ese que agoniza afirmando que goza de buena salud. Nuestro problema es de fiabilidad. Por eso, tememos que, al entrar en la consulta, el doctor nos diga: “si tiene fiebre, no me lo niegue”.

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