En Venezuela no es la primera ni la última vez que se ponen en duda los resultados oficiales de unas elecciones. La victoria de Maduro es difícil de creer a pies juntillas, como cuesta trabajo comprender que la oposición confiara cándidamente en un escrutinio irrefutable, estando en juego no una mera alternancia en el poder, sino el final de una era, tras 25 años de chavismo.
Tanta o mayor ingenuidad cabe reprochar a los EE.UU., que pactaron con el apolillado régimen de Caracas en Qatar y Barbados estos comicios de pega, en un paquete de rebaja de sanciones y libertad de presos. Nada hacía presumible en esas negociaciones en la trastienda que el chavismo estaba firmando su acta de defunción.
Ganaba tiempo, limpiaba su imagen, obtenía contraprestaciones y buscaba oxígeno para su economía, cuya gravitatoria crisis estaba hundiendo el país desde hacía tiempo hasta provocar la estampida de la tercera parte de su población, que soñaba con regresar mañana mismo. Algunos habían iniciado el papeleo de la cuenta atrás convencidos de que esta vez era la “refinitiva”, como decía el personaje de Ángel Garó.
Pero los gobiernos dilatorios (y, sin eufemismos, dictatoriales) de América Latina y la Europa profunda hace tiempo que nos enseñaron que las elecciones se convocan para hacer el paripé. Putin tiene todo un manual al respecto, de cómo desde el 2000, coetáneo con Hugo Chávez, tocó la presidencia tras la renuncia de Yeltsin (aquel borracho mayor del Kremlin), y, tras cuatro años fingiendo ser primer ministro con Medvédev de presidente florero (la tandemocracia), ha enlazado un cuarto de siglo en el poder y podría estar hasta 2036.
Tan fraudulenta se ha vuelto la democracia en esos dominios, que las elecciones y los referendos se cocinan a la carta, como aquel de Crimea para su anexión por Moscú. Hasta Trump ha aprendido en la misma escuela y el subgénero de democracia iliberal (al estilo de la Hungría de Orbán) se ha implantado en algunas regiones, donde las urnas ya no son transparentes.
La candidata en la sombra María Corina Machado, una valerosa ingeniera industrial que se ha batido el cobre en esta campaña llevando en volandas a Edmundo González Urrutia (un desconocido de 74 años que fue embajador con Carlos Andrés Pérez, Caldera y Chávez), asegura que la oposición ha ganado con el 70% de los votos frente al 30% de Maduro, y este se reivindica presidente reelecto con el 51,2% contra el 44,2%. Por eso las caceroladas tras la desolación.
Ni Chile, ni Colombia, ni EE.UU., ni la UE bendicen el triunfo del exchófer de guaguas que se alistó al chavismo y llegó al Palacio de Miraflores, donde suele enfundarse un chándal como Chávez, que emulaba a Fidel. Nada hacía prever que cediera el testigo y adoptara el modelo de Transición española. Cuando en la Casa Blanca lo convencían de dar este paso, estaba en tela de juicio hasta su propia democracia, con la inminente vuelta de Trump frente a Biden para moldear una dictadura, dar un golpe de Estado o desatar una guerra civil. Estaban buenos para dar ejemplo.
Nadie apuesta a que Maduro proceda a un recuento manual. Ahora empieza otra fase de un sistema en estado crítico, como Cuba (con un 90% de pobreza extrema) y con países de izquierda (incluido Brasil) distantes. Con este mandato en el alambre, Maduro aspira a gobernar más tiempo que Chávez (17 años frente a 14), como si al chavismo lo quisiera jubilar el madurismo.