La última algarada de la política nacional en el receso varaniego se debe al concierto catalán. Ni canta Raimon ni canta Serrat. Al franquismo se lo cargó, entre otros juglares, la nova cançó, y entonces la canción, la cultura, los poetas, los políticos y el seny catalán gozaban de prestigio.
Ahora, en parte por nefastos líderes como Puigdemont, que no le llega a Tarradellas ni a la suela de los zapatos, se ha instaurado el tiro al blanco contra toda reivindicación catalana que se mueva, y, a este paso, ya se puede hablar de un patriotismo anticatalán. Lo comandan PP y Vox, pero cuenta con prosélitos como Emiliano García-Page (PSOE), el presidente castellano-manchego, que recuerda al socialista Rodríguez Ibarra en gresca con los suyos a principios de siglo, desde Extremadura, llamando “cretino” a Pasqual Maragall, cuando presidía la Generalitat, y diciéndole al Tripartito “que se metan los cuartos por donde les quepa”, por un tema de esta índole, la financiación autonómica.
Un Ibarra o un Page (y afines pasajeros) nunca puede faltar en el criollismo socialista, que tiene los apellidos de izquierda y busca nombrarse como si fuera de derecha, por un afán iluso de rebañar votos de aluvión. Esa incompatibilidad para convivir con Cataluña de tú a tú, sino mediante doma, es la faceta favorita del fútbol, con el antagonismo cerval entre merengues y culés.
Cataluña, para pasearla y sujetarla, es una maravilla a ojos de ese español mesetario y castellano. En Madrid, feudo del PP, es una cuestión muy patriótica, como pasaba con Canarias, cuando éramos provincias enfrentadas por Primo de Rivera, y el centralismo nos trataba con paternalismo dromedario y aplicaba el divide y vencerás. Canarias tiene un Ref que hay que explicarlo de nuevo a cada gobierno, decía Jerónimo Saavedra incluyendo a su propio partido.
Ahora, Sánchez ha suscrito un pacto fiscal (el concierto catalán) con ERC para la investidura del socialista Salvador Illa en Cataluña, de la misma cuña que el cupo foral de vascos y navarros, y asistimos de nuevo al se rompe España, que es como una vieja canción y una matraquilla. ¿Se ha roto, acaso, por culpa del concierto vasco? ¿Se ha roto por el IGIC de Canarias? Feijóo, en el Círculo de Economía, en 2016: “No digo yo que el concierto catalán no tenga razón en cuanto a la demanda, porque es verdad que lo tiene Euskadi y lo tiene Navarra… es absolutamente cierto.” Cada uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras.
La desconsideración hacia la lengua de Salvador Espriú y Josep Pla, del canario Ángel Guimerá (que si no le dieron el Nobel por escribir en catalán) y el recordado Vázquez Montalbán se ha hecho a golpe de ignorancia.
Manuel Hermoso solía decir que “no se nos puede tratar a los diferentes como si fuéramos iguales”. Que nos pregunten a los canarios cómo digieren en Madrid nuestras singularidades fiscales, geográficas y geoestratégicas (cayucos y pateras nos ahorran las palabras). A Canarias, ahora, se nos brinda la oportunidad de pedir al Estado -como harán valencianos y baleares- una negociación bilateral por tener competencias tributarias específicas en el Estatuto y fijar las compensaciones. Si pecamos de Page y ponemos el grito en el cielo “por España” contra el réprobo catalán, habremos picado el anzuelo. El patriotismo es un recurso amañado para según qué conveniencias.
Se repudia el principio de ordinalidad de este acuerdo, según el cual las comunidades aportadoras netas -como la catalana-, las de mayor capacidad fiscal, no quedarían por debajo de la media de ingresos disponibles tras el reparto global. Se dice, “no, porque rompe la solidaridad entre las regiones”. Al margen de que el Estado haya de convenir con el conjunto de las autonomías los ajustes y agravios, a un canario le chirría oír a Page salir en defensa de la sagrada solidaridad territorial, después del espectáculo bochornoso de egoísmo territorial con los menores migrantes acantonados en Canarias. Ni Page ni el PP (PPP), tanto monta, monta tanto, están para dar lecciones.
El PP no se alegra de la investidura de Illa, pero si eso cabrea a Puigdemont lo bastante como para romper con Sánchez desde la celda, pues sí. Las bases de ERC han dado su conformidad para que, con los comunes de Ada Colau, gobierne quien ganó las elecciones catalanas holgadamente. El de Junts está que trina y persiste en volver, a riesgo de la orden de detención. Todo puede saltar por los aires, salvo que el mago de la Moncloa se saque otro conejo de la chistera.
Como es bien sabido, estas ententes a la catalana las hacían ya Aznar y Rajoy para mantenerse en el poder (obviamente). Un día veremos burros volando, como decía Olarte, y Feijóo tocará en la puerta de Puigdemont, tras el fin de su exilio gallináceo esta próxima semana, para proponerle la solución del Puerto de la Cruz: una censura contrahecha. Al tiempo. ¿La amnistía? No será problema.
Este episodio aporta un baño de realidad. Pone de manifiesto que Cataluña, País Vasco y Canarias son tres autonomías diferentes dentro del Estado, y quienes contradigan, desde la meseta, esa versatilidad, en favor de una homeostasis irreconocible, niegan la mayor, niegan a España.
Que nadie compita a ser más patriota, no sea que en realidad se compita a quién es más de derechas. Esta es una corriente que se basa (también en Canarias se percibe) en que hay que contentar a un supuesto electorado conservador a perpetuidad. Pero son modas. Luego va Kamala Harris y gana mañana en Estados Unidos con su izquierdismo graciable, y todos los manuales se tiran a la papelera, como cuando en la Transición la derecha procuraba tener un lenguaje progre, porque era lo que tocaba.