Son las leyendas urbanas y sus estrellas (y estrellados) las que han marcado la pauta de no pocos episodios que impactaron en la opinión pública. Puigdemont nos exalta la memoria de escapados de toda laya.
El “escapa, Rubio”, por ejemplo, fue una consigna anónima que se oyó entre plataneras de Arucas e inmortalizó la fama de fuguista del supuesto asesino de Eufemiano Fuentes.La estela de Ángel Cabrera Batista, alias el Rubio, y la de otros prófugos vienen a colación del visto y no visto del expresident este jueves.
Pero el Rubio pidió fuego a un agente, en la puerta de la Comisaría de Las Palmas, y terminó entregándose, al cabo de 13 años desaparecido, aunque varios delitos estaban a punto de prescribir. También era agosto y no había lógica en su capitulación. ¿Para qué se metía en la boca del lobo? Un misterio que va para cincuenta años.
El abogado Perico Limiñana me reconoció que nunca había comprendido la decisión de su cliente, cuando era carne de cañón. Mi hermano Martín, que cubrió el juicio para El País, había profundizado en el Rubio, un personaje sincrético que marcó la Transición en Canarias bajo el ruido y la razia, y unas dosis innegables de carisma popular. No era el Corredera, más mítico que él como icono político antifranquista, oculto en los montes de Telde hasta ser ejecutado a garrote vil, ni Dámaso Rodríguez, el mísero asesino de El Moquinal, que acabó sus días tras fugarse de la cárcel para seguir matando, escondido en cuevas de Tenerife. Eran casos diametralmente distintos, unidos por una conducta evasiva.
“No abrió la boca”, me decía Martín después de que la Audiencia Provincial de Las Palmas condenara a el Rubio a 12 años de prisión y la defensa explotara clamando su inocencia. También había seguido las infames tropelías de el Brujo hasta dar la noticia de su muerte, en Radio Club, para alivio de la gente que había pasado unos Carnavales de terror. El Rubio se llevó a la tumba el secreto del secuestro de Eufemiano Fuentes, el falangista de las brigadas del amanecer, cazador de rojos en la guerra, que temía la venganza de la democracia y fue visto tantas veces como un fantasma por América, convertido así, también, en un resucitado legendario.
El Rubio era teóricamente independentista, aunque Cubillo, que le ofreció los micrófonos de La Voz de Canarias Libre, lo desligaría siempre del MPAIAC, pese a lo cual el joven Bartolomé García Lorenzo, simpatizante de las siete estrellas verdes, murió por error en el asalto policial a tiros de una vivienda en Somosierra creyendo que abatían a el Rubio bajo una auténtica psicosis. Hubo batallas campales y barricadas en un ambiente de agitación social.
Puigdemont debería informarse de todo esto, ahora que le tienta la idea de jugar al gato y al ratón. El propio Cubillo regresó a Tenerife, más de veinte años después de esfumarse en una pequeña embarcación, y nos sorprenderíamos de la magnanimidad de que hizo gala Felipe González, en la Moncloa, para facilitar su retorno libre de culpa. El líder independentista más famoso de la historia de España (si no fuera por la ceguera de la prensa española, que no lleva gafas de lejos y no se entera de lo que pasa en Canarias) había puesto al Gobierno de Suárez contra las cuerdas, con la amenaza de viajar a Nueva York y forzar en la ONU la descolonización del Archipiélago. Un atentado de Estado trató de callarlo para siempre en la víspera de coger ese avión, y, finalmente, regresó paralítico.
Lo de Puigdemont ha sido una tocata y fuga, un entrar y salir y un regreso al pasado, como siete años atrás, al Waterloo y al déjà vu. Puigdemont contra el sistema, con caretas del flequillo, nos recuerda a Ruiz-Mateos, también fugado en un maletero y detenido en Alemania hace 40 años (sus performances disfrazado de Supermán son difíciles de olvidar). La huida de Luis Roldán, exdirector de la Guardia Civil, por corrupción, duró diez meses y fue llevada al cine. El catalán no merece menos.
La amnistía, esa manzana, está al caer, Puigdemont ha preferido volver a escapar. El procés ya se cayó del árbol y la bienvenida en el Arco del Triunfo de Barcelona fue más bien discreta, sin aroma de marea humana escuchando a Tarradellas decir “ja sóc aquí”, y no evitó la investidura del socialista Salvador Illa. Solo le resta rebobinar los pasajes del exilio, las escaramuzas con los cordiales Mossos d’Esquadra, una buena galería de fotos y sacar las memorias.
Antonio Cubillo pasó el resto de su vida en Santa Cruz, sin nostalgia de Argel, colegiado como abogado. Puigdemont, nuestro Houdini el escapista, puede ganarse la vida con sus conferencias, sus entrevistas y sus shows. Él ya se retiró cuando tomó las de Villadiego. Y Pujol le ha dicho que no rete al Estado, porque España tiene mucho poder.
Después de esto, qué viene. Feijóo dice que el vacío mas ridículo. Pero si no es así y las dos legislaturas, la de Sánchez y la de Illa, siguen, pese a todo, su curso, tendrán que mirárselo los de los palos en las ruedas y España se rompe. Llega un punto que el disco rayado chirría. Puede Feijóo sentirse incitado a cortejar a Junts para su censura con Vox, pero nadie le creería, ni aunque convoque elecciones al día siguiente Ramón Tamames, si Abascal lo impone otra vez de candidato. Todos pensarían que pactó arreglarle la amnistía al catalán por detrás con los suyos.
Caer en la caricatura de Puigdemont es como pisar una cáscara de plátano, y a la política le resbalan los líderes que no miran por dónde van. Ese es el vacío.