Si excluimos el “¡Se sienten, coño!” de Tejero, las tres frases más nocivas de la historia de la democracia las han pronunciado tres presidentes socialistas.
La primera la pronunció Felipe González el 30 de julio de 1988, durante la rueda de prensa en la que, al hacer balance del curso político, defendió a los policías implicados en la trama de los GAL: “El Estado de derecho se defiende en las tribunas y en los salones, pero también en los desagües”. Era la reivindicación de la guerra sucia, del crimen de Estado y, en definitiva, del fin que justifica los peores medios.
La segunda la pronunció José Luis Rodríguez Zapatero el 11 de noviembre de 2004, respondiendo en el Senado a una interpelación de Pío García Escudero sobre la ambigüedad con que venía manifestándose acerca de la identidad constitucional de España: “La Nación es un concepto discutido y discutible”. Era el pistoletazo de salida a la reivindicación soberanista catalana, con su “Som una nació” y su derecho a decidir como bandera.
La tercera la pronunció Pedro Sánchez este 7 de septiembre de 2024 ante el Comité Federal, al anunciar su propósito de agotar la legislatura. “Vamos a avanzar con determinación, con o sin el concurso del Poder Legislativo”. Era la proclamación de la primacía del Gobierno sobre el Congreso de los Diputados, algo incompatible con el orden constitucional y la naturaleza misma del régimen parlamentario.
Así como sabemos perfectamente por qué malos caminos nos llevaron las dos anteriores proclamas, el recorrido de esta última es todavía impredecible. Pero conlleva tal carga tóxica y podría generar una onda expansiva de tal naturaleza, que es imprescindible cortar por lo sano.
En el sustancioso prólogo de su Teoría de las Cortes el sacerdote ilustrado Francisco Martínez Marina incluye en 1813 una frase que Fray Luis de León escribió en el siglo XVI: “Estos que agora nos mandan, reinan para sí; y por la misma causa no se disponen ellos para nuestro provecho, sino buscan su descanso en nuestro daño”. Estremece pensar en la vigencia de estas palabras medio milenio después.
El propio Martínez Marina deja muy claro de dónde emana la legitimidad del gobernante: “El poder de hacer leyes y de proponerlas imperiosamente a los miembros de una sociedad política corresponde perfecta y privativamente a la misma sociedad”.
Por eso, “si un príncipe o potentado… ejerce este poder por su arbitrio y sin una comisión expresa, recibida inmediata y personalmente de Dios, o por lo menos derivada del consentimiento de aquellos a quienes impone las leyes, es violento usurpador de los derechos del hombre y su conducta una mera tiranía.”
O sea que la única fuente de soberanía alternativa a la del consentimiento otorgado por la representación del pueblo, sería la de la “comisión de Dios”. Pero parece obvio que, al requerir su carácter “expreso”, “inmediato” y “personal”, Martínez Marina buscaba más protegerse de la Inquisición -lo que al final tampoco consiguió- que dar una válvula de escape al despotismo.
En todo caso, ni siquiera durante el ‘Sexenio Absolutista’ o la ‘Década Ominosa’ resultó sencillo alegar que Fernando VII consultaba con Dios la disposición a quitar “de en medio del tiempo” aquello que no le gustaba, incluidas las Cortes. No creo pues que Tezanos, Vallés o el hipocorístico Patxi López -todo en él es diminutivo- atribuyan tal don sobrenatural a Sánchez.
La cuestión no tiene vuelta de hoja. Desde la Constitución de Cádiz hasta el presente la única manera de “avanzar con determinación SIN el concurso del Poder Legislativo” ha sido cerrarlo.
Como hicieron Narváez y González Bravo para gobernar por decreto en los estertores del régimen isabelino. Como hizo Pavía al irrumpir con unos pocos guardias civiles y sin caballo alguno en la moción de censura contra Castelar. Como hicieron Primo de Rivera y Franco al sustituir las cámaras electas por asambleas corroborativas emanadas de su autoridad.
Es evidente que nada de esto estaba ni en la cabeza ni al alcance de Sánchez cuando dijo lo que dijo ante el Comité Federal. Su anhelo sería más bien pasar, como a finales del XIX, de un Gobierno parlamentario a un Parlamento gubernamental.
Tras su demanda de un “Poder Legislativo más constructivo y menos restrictivo” late sin duda el anhelo de poder llevar a cabo lo que Gumersindo de Azcárate denunciaba en 1885: “Son los gobiernos los que fabrican los Parlamentos, los cuáles en vez de ser jueces y censores, se convierten en sus ciegos e incondicionales servidores… irradiando una ficción grosera”.
Eso ya lo hemos vivido tanto con el PSOE como con el PP cuando han tenido mayoría absoluta. Pero Sánchez no la tiene ni dispone tampoco del gran resorte del fraude electoral como ‘fábrica de mayorías’. Esa era la gran artimaña que, combinada con la prerrogativa regia de disolver las Cortes, daba estabilidad al turnismo en la España de la Restauración.
Lo más parecido en la España contemporánea son las listas cerradas y bloqueadas, elaboradas por el líder respectivo, que garantizaron a González que ni un diputado socialista votara contra los GAL, a Aznar que ni uno del PP lo hiciera contra la invasión de Irak y a Zapatero que ni uno del PSOE rechazara los ajustes de caballo de 2010.
Sánchez podrá contar pues con los 121 diputados que quedan en el Grupo Socialista tras la marcha de Ábalos al Mixto. Todos votarán a favor de lo que sea -incluido el concierto catalán- aun a riesgo de que les tiren huevos en la estación de Sevilla, Zaragoza o Valencia, por no hablar de la de Teruel, Soria o Cuenca.
El propio Lambán lo acaba de reconocer: no son diputados de Aragón sino diputados de Sánchez.
El problema del presidente son los 55 que le faltan para la mayoría absoluta y los 51 o 52 que necesita para la mayoría simple, dependiendo de lo que haga Coalición Canaria. Porque, por muchas vueltas que le dé, Sánchez no tiene manera de gobernar sin esos votos. Sin producción legislativa no hay proyecto político que valga y cualquier decreto ley, planteado como sucedáneo mediante una impostada urgencia, precisa del refrendo del Congreso en 30 días.
Algunos alegan que Sánchez ya asume que gobernar y “avanzar con determinación” equivale tan sólo a conceder sinecuras al mayor número de cortesanos y subvencionar las bicis eléctricas por orden ministerial. O sea que, como decía el tratadista Oliván, “administrando se gobierna”. Pero yo estoy convencido de que nunca se conformará con eso.
Apenas pronunció ‘esa’ frase, ‘su’ frase, ‘la’ frase, ante el Comité Federal, yo advertí que la confusión creada no tenía otra salida que la presentación por parte de Sánchez de una cuestión de confianza de las contempladas en los artículos 173 y 174 de la Constitución. Sigo y seguiré reiterándolo, por más que pasen los días.
Mi planteamiento no supone tanto emplazar al presidente a que averigüe si cuenta con el “concurso” de la cámara para seguir gobernando, como emplazarle a que se coma sus propias palabras. A que elimine de la ecuación la alternativa de continuar como si tal cosa, si se constata que no cuenta con “el concurso del Poder Legislativo”.
Puede parecer un exceso de sutileza. Pero creo indispensable impedir que se instale en el imaginario colectivo la hipótesis de que, mientras no se le tumbe con una moción de censura constructiva, el imperio de un gobernante puede prevalecer meses y años sobre el de la mayoría de los diputados.
De momento, hasta el término de la legislatura. Y enfatizo lo del “de momento”, bajo el impacto de una reciente encuesta según la cual un 26% de nuestros jóvenes ya preferiría un régimen autoritario a la democracia “en algunas circunstancias”.
No propongo pues que Sánchez presente la cuestión de confianza porque haya perdido la votación sobre Venezuela, tenga medio centenar de leyes empantanadas o pueda tener que volver a prorrogar los Presupuestos.
Lo hago porque él ha sugerido que, aunque esto se volviera crónico, aunque no ganara ya ninguna votación, él podría seguir gobernando con normalidad. Y en una democracia esto equivale a decir que se puede andar sin piernas, respirar sin pulmones y bombear sangre al cerebro sin corazón.
Le pido pues que se quite la careta y sobre todo que se la quite también a los demás. Empezando por Puigdemont y siguiendo por Junqueras, Ortúzar, Ábalos Pablo Iglesias y quien quiera que mande en Sumar, si es que todavía hay alguien ahí.
Y pongo al líder de Junts en primer lugar porque toca atajar el esperpento que implica que nos enteremos de que Sánchez va a volver a enviar a Santos Cerdán a negociar con él en Ginebra, el mismo día que el ministro del Interior se da golpes de pecho prometiendo que no se le volverá a escapar. ¿Para qué humillar recurrentemente al Estado, si se pudiera “seguir avanzando con determinación SIN el concurso del Poder Legislativo”?
Según ese artículo 173 de nuestra Carta Magna, el presidente del Gobierno puede presentar la cuestión de confianza “sobre su programa o sobre una declaración de política general”. Y, según el 174, a diferencia de la investidura o la moción de censura, “la confianza se entenderá otorgada cuando obtenga el voto de la mayoría simple de los diputados”.
La Constitución nada dice de lo que debe hacer un gobernante si no logra ganar esa cuestión de confianza. Pero su presentación lleva implícita en un régimen de opinión pública la dimisión o convocatoria de elecciones anticipadas por parte de quien la pierda.
Quienes saben cuán negativo es mi balance global de los seis años de Sánchez tenderán a pensar que busco precipitar su derrota. Errarían por completo. Si me obligaran a apostar por el resultado de esa moción de confianza en las circunstancias actuales, yo me jugaría mi dinero a que la ganaría el presidente.
Y es que todos los interpelados tendrían que retratarse. Empezando, como digo, por Puigdemont que ardientemente desea vengarse del 3-0 -Moncloa, Ayuntamiento de Barcelona y Generalitat- que le ha endilgado Sánchez, pero no puede permitir que el presidente caiga hasta que el Tribunal Gubernamental -TG a partir de ahora- no le conceda la amnistía en trámite de amparo. Y para eso tendrán que transcurrir quien sabe si dos otoños más.
El líder de Junts pretende que Sánchez siga escaldándose en el fuego lento del bloqueo y la impotencia, sin que exhale su postrer suspiro hasta que haya terminado de cumplir su compromiso de investidura. Si entre tanto es el sistema institucional en su conjunto el que se desprestigia y la economía española la que se debilita por falta de reformas, mejor que mejor para un separatista.
Reflexiones parecidas podrían hacerse sobre Esquerra, el PNV, Bildu, Podemos e incluso Sumar, en el caso de que todavía existiera. Y el día que se disuelvan las Cortes, Ábalos se queda sin fuero. A todos les conviene un Sánchez débil pero vivo. Porque a un moribundo se le puede sacar hasta la hijuela, mientras que a un muerto sólo cabe ya vaciarle los bolsillos.
Fuera máscaras. Que por la boca muera el pez o que sobreviva a través de ella. Puesto que una democracia parlamentaria dejaría de ser una democracia parlamentaria si fuera posible “avanzar con determinación SIN el concurso del Poder Legislativo”, Sánchez debe obligar a las minorías que confluyeron en su mayoría de investidura a reiterarle o retirarle su confianza con un sí o con un no.
España no puede seguir perdiendo el tiempo con este multipolar juego del escondite. Porque, aunque el desenlace fuera el que predigo, la clarificación siempre sería mejor que el desvanecimiento por entregas. Porque mucho más importante que lo que dure Sánchez es que no puedan sobrevivirle sus falacias y fantasías.