Por lo visto, los quioscos de revistas y golosinas tienen los días contados si no se actúa a tiempo. Hay una corriente de opinión, fundamentada, para echarles un cabo, y me parece bien. Los ayuntamientos tienen la palabra. La pandemia casi los borra del mapa.
El quiosco es un tótem allí donde gana la posición y echa raíces. Están los quioscos de la Plaza Militar, donde muchos guardamos recuerdos que datan de la adolescencia, y eso basta para darles un significado familiar, autobiográfico.
Algunos árboles se han ido cayendo, otros dieron señales de flaqueza y los podaron, como el eucalipto del Reloj de Flores del Parque, sustituido por un Barbusano que ahora da pena con las hojas secas.
Uno de los flamboyanes de la Rambla se precipitó a los pies del quiosco que está en el paseo de las Tinajas frente al llamado Quiosco Numancia, que es otra clase de quiosco, otra clase de institución sentimental, donde amenizaba las tertulias dominicales el historiador Julio Hernández, que en paz descanse, contándonos memorias de La Habana, de García Márquez y de Pepe Monagas.
La ciudad necesita a los árboles y a los quioscos, que conviven como signos de identidad. Cuando entró en Santa Cruz, hacia el Mencey, el oceanógrafo Jacques Cousteau, que venía a promover en La Laguna su Declaración de los Derechos de las Generaciones Futuras, era de noche y las farolas iluminaban la Rambla, el bulevar que serpentea el corazón verde del chicharro con su desfile de laureles de Indias, jacarandas, flamboyanes y palmeras, y que, de tramo en tramo, se reserva alguna sorpresa escultórica, como las formas globulares negras y rojas de Xavier Corberó, rebautizadas macabramente como los huevos de Carrero Blanco porque cuelgan de las ramas. Cousteau se quedó impactado con el recibimiento de un bosque integrado en el asfalto y nos dijo: “¡Ha sido como entrar en la Avenida de Broadway!”
El quiosquito de toda la vida conservaba un sabor que no vamos a comparar con los quioscos de la Rambla, del entorno de la Plaza de la Paz. Eran pequeñitos y claustrofóbicos, con apenas un expositor de una sola pieza de alambre para algún colorín o revista ocasional, sin más pretensiones. Su fuerte era la vitrina chiquita que dejaba ver tras el cristal los distintos tipos de regaliz, el tacote negro, el de fresa o el relleno, o las nubes rosas, los caramelos toffee de café con leche y aquellos huevitos de munchmallow recubiertos de chocolate.
Algo que subyace en la memoria, como en el pasaje de la magdalena de Proust en Combray que su tía le ofrece mojada en té, no debe ser menospreciado. El que suscribe ha recorrido en vano, salivando el recuerdo de un sabor, estanquitos y pastelerías tras la pista de uno de los dulces que no faltaban en el rinconcito de repostería de los quioscos de mi infancia.
Estaban, entre otros, la famosa herradura o la media luna esponjosa y crocante con una capa de vainilla de relleno. Pero el dulce que no encuentro por más que lo busco es el tubito con crema pastelera. Se me resiste hasta ahora y he dejado recado en todas partes.
Es mi último nexo con el quiosco de la nostalgia. Y comprendo que los tiempos cambian y las multitiendas arrasan. Pero el quiosco es mucho quiosco. Aunque ya no vendan tubitos de hojaldre.