La guerra de audiencias entre David Broncano y Pablo Motos en la caja tonta replica la histeria política de este país. Hemos llegado a estas bajezas: dos programas de televisión, en la pública y la privada, ya forman parte de la llamada polarización. Nada escapa a ese descuartizamiento que convierte todo lo que se mueve en una andanada contra el de la Moncloa en el hemiciclo y, ahora, en el access prime time entre quienes siguen cada velada en las redes como un ajuste de cuentas. Nadie esperaba que el muchacho de Jaén se llevara tan pronto el gato al agua con La Revuelta en RTVE, frente a El Hormiguero, de Pablo Motos, que la derecha siente como suya.
Y en esas filas han terminado rasgándose las vestiduras, viendo sufrir a su teórica cuota de antena. Cuando reinaba solo en la franja horaria, Motos se granjeó la fama de látigo del presidente y, al frente de una tertulia con revestimiento monocolor, estalló ante la amnistía con un patriótico “siento vergüenza de ser español”, que alegró el día a toda Génova. Ahora le ha salido Broncano y hay días que lo destrona. A Motos, en la esquina del ring, se le sale el botox de la cara, y la derecha dice que el sanchismo nos vende su moto.
Una pugna por el liderazgo televisivo baja a la arena política, por camelístico que resulte. En la esfera conservadora se aceptan mal las noches en que Broncano da el sorpasso, acostumbrados a ganar siempre el share en Antena 3.
Entonces, ¿qué mal sueño es este? Acabo de cumplir 55 años de periodismo habiendo transitado todas las curvas del cambio de siglo, con la dictadura, la democracia, el tejerazo, el 11-S, la recesión, la pandemia…, algunas atrocidades como la de Gaza y el multiverso de Internet. ¿Estamos curados de espanto? No.
El mal sueño es el mal trago de quienes profesen ideas progresistas a estas alturas, quién lo iba a decir tras los abismos del fascismo y el nazismo hace menos de cien años. El mal sueño es el auge de la ultraderecha, que ha abducido a conservadores y liberales, con honrosas excepciones (Donald Tusk en Polonia). El último dirigente de centroderecha en España, cuando el centro era el objeto del deseo, fue Rajoy, que se congratulaba de que la ultraderecha no cuajaba.
Ser progresista hoy está mal visto en los medios rutilantes y las redes que ríen las gracias a la derecha. Ser de izquierdas es una profanación. Pronto, no ser racista merecerá las malas caras por los nuevos dogmas en boga. Al jefe de la oposición le obnubila la política migratoria de Meloni, icono de la ultraderecha italiana, de la que se ha apartado hasta la nieta de Mussolini por considerarla demasiado radical.
En Estados Unidos se libra la misma batalla, pero, a Dios gracias, en el país más poderoso del mundo el reloj de las ideologías adelanta por la izquierda. Allí los progresistas, viendo las orejas al lobo y al revés que en Europa a pesar de la II Guerra Mundial, están recobrando el juicio y no hallan ninguna objeción en el hecho de que Kamala Harris sea negra y, a su vez, la esperanza blanca de los progresistas para bajar los humos a la ultraderecha en Occidente. En España – se olvida pronto y no deberíamos-, cuando no se elogia a Meloni, se invita a Milei a Madrid.
La estimulante reacción progresista norteamericana cuando Trump tenía despejado el camino hacia la Casa Blanca, está siendo una inyección de moral en todo el mundo libre. Al día siguiente del debate en Filadelfia, este martes, de Kamala Harris con el republicano, que ganó la demócrata (63% frente al 37%), los progresistas salieron a la calle, acá y acullá, con la cabeza alta, acariciando la idea de que aún es posible conjurar el peligro de la siguiente pandemia: el poder universal de la extrema derecha. Dicho así, cobramos conciencia de qué estamos hablando. Tras el triunfo, el día 2, de los ultras en Turingia y Sajonia, la escritora austríaca Elfriede Jelinek, Nobel de Literatura, comenta en El País: “Está surgiendo algo espectral, sin sustancia, el fantasma del fascismo. Se alimenta de la envidia, el odio y el miedo”.
Una victoria de Trump el 5 de noviembre desataría una ola ultraconservadora de dimensiones planetarias como una plaga. No, no sería el fin del mundo, como temíamos en 2020 con el virus de Wuhan, pero sí el principio de otro mundo nada aconsejable. El asalto al Capitolio reverbera en la memoria de todos como un barrunto del daño del nuevo virus que guarda ese permafrost. Kamala sería la vacuna del día de mañana. De ahí el título de esta columna, que tomo prestado de la película de Lucas Fernández sobre Domínguez, Óscar, el color del destino.
Esta semana hemos recordado el atentado del 11-S, las escenas dantescas de las Torres Gemelas abatidas por aviones pilotados por terroristas de Al Qaeda hasta caer envueltas en llamas. Hace casi un cuarto de siglo, aquella tragedia cambió el curso de la historia. Otro 11 de septiembre de 1973, que ha pasado desapercibido, Pinochet dio el infame golpe de Estado al socialista chileno Salvador Allende, y dejó una huella indeleble en mi generación.
Un hecho incongruente enturbia el exilio en España del opositor venezolano Edmundo González. La derecha española no lo ha recibido de buen grado y tensa en el Congreso la política de la UE frente a Maduro. Algunos en España parecían preferirlo simbólicamente enjaulado en una cárcel a los 75 años de edad.
Solo cabe esperar. El 5 de noviembre, en Estados Unidos, se celebrarán las primeras elecciones urbi et orbi de la historia. Ese día está en juego el color del destino.