Si pierde Kamala Harris el mes que viene, la culpa la tendrán Netanyahu y la propia Casa Blanca. No se puede estar con Dios y con el diablo. Están poniendo la victoria en bandeja al ogro republicano, que alardea de tener las ideas claras y resolver los problemas de raíz.
Que Biden no puede con Netanyahu y que Kamala Harris no tiene la sartén por el mango es un clamor. Blanco y en botella, Trump for presidente. Y el resto del mundo es testigo de este harakiri de los demócratas en Oriente Próximo, en vísperas de las elecciones del 5 de noviembre, dentro de 30 días. Hay cierta deslealtad de Biden con su vicepresidenta; es consciente de la inmolación de consentirle todo a Netanyahu y de que el único beneficiario es Trump. Dudo mucho de que, de ser él el candidato, estaría actuando igual, como un estafermo.
Hemos pisado el acelerador rumbo a la Europa de hace poco menos de cien años, cuando el continente conoció por desgracia las espectrales ideologías de la última gran guerra. Con el agravante de lo que, siendo perturbador, no es menos cierto: una mayoría creciente aplaude que así sea y suscribe el auge de las glándulas que vierten ese veneno que ya se esparce por tantos sitios.
Esta es una guerra que manchará la memoria de Biden (es su legado), de la mano de Netanyahu, que juega con fuego para salvarse. Aún causa estupefacción que el ataque relámpago del 7-O de Hamás contra Israel, con 1.200 víctimas (hará mañana un año), se produjo por sorpresa, pese a la inteligencia infalible de Tel Aviv, como en Yom Kipur 50 años antes. Y esa masacre obra de los islamistas palestinos de la Franja de Gaza coincidía con incesantes manifestaciones contra el primer ministro israelí por su artera reforma judicial, ante la sospecha de que pretendía eclipsar tres casos de corrupción contra él pendientes de juicio. De ahí que en la actual espiral se sienta tan a gusto, pues, mientras dure esta escalada, él aplaza sus cuentas pendientes con los tribunales.
La invasión de Israel del sur del Líbano, sin merecer siquiera la desaprobación de Occidente (Estados Unidos no ha abierto la boca, salvo para apoyarla) ha tirado por tierra de un plumazo la credibilidad de su contundente ofensiva contra Rusia por hacer lo mismo con Ucrania, más allá de los matices de cada caso. A lo que se suma el estado de nocaut de la ONU, tras prohibir Israel sin rubor la entrada en el país de su secretario general, António Guterres, por atreverse a defender (quijotescamete, dado el desdén yanqui) los derechos humanos contra los excesos de Netanyahu, que no ha reparado en atacar por sistema escuelas, hospitales y poblaciones civiles. La Corte Penal Internacional lo persigue por crímenes de guerra junto a su ministro de Defensa, así como a responsables de Hamás, como no podía ser de otro modo.
En toda esta crisis se ha puesto de manifiesto la incapacidad de Estados Unidos para contener a Netanyahu, que, una vez apretado el gatillo, se niega a silenciar las armas como por un diktat de supervivencia personal al frente de un Gobierno ultra. Cuentan que el clérigo Nasralá, líder de Hezbolá, aceptó el alto el fuego antes de morir en Beirut, la semana pasada, sepultado por toneladas de bombas, por orden de Netanyahu, que fingió su conformidad con el pacto y eliminó al enemigo para proceder a la invasión.
Biden, cuyo ridículo presumiendo de acuerdos de paz que el israelí ha desmentido uno tras otro, debe de estar al corriente de los manejos de Netanyahu con la familia Trump, cuyo yerno, Jared Kushner, y su padre emprendieron con él un plan para arrinconar al eje de la resistencia que tutela Irán. Un grupo de países árabes moderados reconocieron a Israel con Trump de presidente, al amparo de los Acuerdos de Abraham, y antes de que se subiera al carro la poderosa Arabia Saudí, reventó el volcán de la matanza del 7-O con Israel en offside. De manera que Netanyahu está jugándose el tipo a mayor gloria de Trump, no de Kamala Harris.
No deja de ser frustrante la ironía de ver ahora a Moscú repudiando el ataque de Israel al Líbano y a Estados Unidos haciendo lo contrario. Si desemboca en una guerra total (con la implicación de Irán de lleno, más allá de su lluvia de misiles), como el líder israelí ansía, no solo Biden manchará su mandato y Harris acudirá a las urnas en desventaja, sino que el torpe aliento a Trump del presidente octogenario lo pagaremos todos en las cuatro esquinas del mundo.
La última esperanza de encarrilar el tren de la paz se vería segada. Esta guerra de Oriente Próximo nos es más próxima de lo que creíamos. Y en España, el silencio, se rueda sobre los desafueros de Israel lo secunda la derecha ingenuamente por temor a salirse del canon. Craso error.
Conviene recobrar el sentido común que llevó a la izquierda a no tener contemplaciones a la hora de condenar el genocidio de Stalin en la Unión Soviética. O, como en la novela de Saramago, imperaría la ceguera ante una guerra ominosa, tras siete décadas de conflicto, con tal de no contradecir a Israel, mientras la industria armamentística se está forrando. Aún no hay, formalmente, una Guerra del Mundo, pero el Mundo está en Guerra. Y prevalece una saga de dirigentes clónicos sin escrúpulos, sujetos de la catadura de Putin, Netanyahu… y, por supuesto, Trump o Kim Jong-un.
Cuando se pone atención a los escrutinios de este año megaelectoral, con el relincho de la ultraderecha en Francia, Holanda, Alemania… y ahora Austria, apaga y vámonos. Hay países donde ya el duelo va de nazis o progresistas, no de derechas o izquierdas, se saluda con la mano en alto y se imita de facto al Führer, como hemos visto en Viena con Herbert Kickl. En otros países, como Italia, el mérito se lo lleva Mussolini, el fascismo. No es un mal sueño. En esas andamos.
El siglo XXI padece una nostalgia desmemoriada del siglo XX, y nuestro tiempo está sufriendo, a su manera, una especie de alzhéimer de la historia.