después del paréntesis

Quincy Jones

Si uno repasa el pop desde finales de los años 70, un nombre brilla sobre los demás. Atrás quedaron los grandes actores y grupos de esa época (Led Zeppelin, The Beatles, Pink Floyd, Cat Stevens…). Ahora se ha de oír otra cosa. Fue negro y en su mente el sonido de sus raíces se enquistó. Pero no para repetir sino para reponer; de ahí hasta la más absoluta revelación. De ese modo actuó cuando dirigió orquestas de “jazz”, cuando arregló piezas para la brillantez, cuando compuso música para películas tan apreciadas como El prestamista, A sangre fría, La huida (de Peckinpah) o El color púrpura (de Spielberg) pero, sobre todo, cuando se amarró a la producción. En ese punto fue capaz de dirigir carreras tan apabullantes como la de Michael Jackson con los tres discos más importantes de su vida, el primero en solitario (Off the Wall) y los espectaculares Thriller (el más vendido) y Bad. Por más dirigió la orquesta de Frank Sinatra y estuvo al mando del último disco del genio. Y de ser un niño precoz, que pronto se entregó a la música para aprender, componer o conocer instrumentos (el piano…), a los encuentros que lo formaron. Él, que pretendió ser un reputado trompetista, estuvo al lado del divino Charli Parker, de Dizzy Gillespie (con quienes actuó) y acompañó al grande Miles Davis en sus momentos mejores. Pero eso no sació su inquietud. A mediados de los años 50 hubo de cruzar el charco: París. Ahí un músico clásico, es decir, la punta contraria de lo que él asumía, pero habría de internarse en semejante rigor: Olivier Messiaen, uno de los más reputados compositores contemporáneos, ese que estaba obsesionado por el canto de los pájaros y que dio a la historia composiciones como el Catálogo de los pájaros o la sorprendente Cuarteto para el final de los tiempos. Con ese modo complejo de componer, en el que se entremezclaba la antigua música griega y las variedades sonoras orientales (hindú o japonesa), se encontró Quincy Jones para completar sus astucias. Y entonces comprendió lo que debía de regalarle a la humanidad. Nunca antes nadie lo logró: la unión íntima y extrema entre la esplendente calidad y los éxitos más fabulosos. Lo acusó con la contención y el sello diletante de Frank Sinatra o la espectacularidad sonora del Michael Jackson más refinado y duradero de Thriller o Bad. Por eso el planeta entero se arrodilló a sus pies cuando se oyó por primera vez en el año 1985 We Are the World, esa canción de Michael Jackson y Lionel Richie que él, con su pericia, ayudó a que se convirtiera en un himno mundial y que hizo reponer en todas las partes de este orbe. Esa pieza dice: “Es hora de echar una mano a la vida” y ello se lo repitió este hombre a lo largo de su existencia hasta el día en el que murió, con 91 años de edad, el pasado 3 de noviembre.

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