por qué no me callo

Cuando no existía Internet

La rivalidad se ha institucionalizado y ya es el combustible del éxito. Ahora nada merece la atención si no hay un conflicto entre dos. Hemos acostumbrado nuestra escala de valores a esa dicotomía y no giramos la cabeza si Góngora y Quevedo no se parten la cara metafóricamente.

La democracia en España era cosa de dos, con el bipartidismo, luego el 15M (los indignados) lo tiró por tierra y después resucitó. Ha vuelto con fuerza y ahora España es un mal ejemplo (tanto como EE.UU.) de polarización extrema, de lo bajo que se puede caer por esos derroteros. Tenemos antinomias hasta en la sopa, en la política, en el fútbol, en la cultura, en la televisión… Somos un país espejo de lo que será Europa el día de mañana: un infierno. Y hasta hemos estado a punto de cargarnos, por mor del odio nacional, el gobierno europeo antes de su debut (el conato de Feijóo contra Teresa Ribera abortado a tiempo).

Hubo una época en que el fútbol era objeto de batallas campales y los ultras se citaban en los arrabales a cuchillo, “y acechaba un rencor humano” (Borges), tal cual. Era mayor la rabia futbolística que el político, quizá por el espíritu de la Transición. La dictadura se había cargado la política, estaba prohibido sacar el tema, y en la barra del bar quedó a sus anchas el fútbol, fuente de mil discusiones. El país se había dividido en madridistas y culés.

Ahora, la visceralidad política supera a la futbolística, y los hinchas merengues y azulgranas, al revés que se dijo siempre del opio del pueblo, aprovechan los rifirrafes de Feijóo con Sánchez para desviar la atención, a expensas de lo que hagan Mbappé o Yamal.

En realidad, el yin y el yang taoístas son como las dos caras de Jano, una dualidad única. Pero, en la práctica, los contrapuestos están separados en dos bandos, aunque Jung (el psiquiatra suizo) decía que lo que nos repele del contrario suele ser lo que nos desagrada de nosotros mismos, y lo llamaba proyección. Quizá por eso nos llevemos a la greña desde que la historia es historia, y las guerras nunca pasen de moda.

Ahora, el virus saltó a la pequeña pantalla y hay que elegir entre Pablo Motos o David Broncano. Un pulso que en apenas unas semanas se ha vuelto una pelea existencial. La claque de Motos sería conservadora y la de Broncano, de izquierdas (estos serían los clichés). Ya cuando el fichaje de Broncano por TVE se le llegó a tildar de sanchista. Motos, el hombre de Feijóo (por ajustarnos al estereotipo) se las manejaría según los hábitos de su tribu. Es el ganador oficial (como pasó en las elecciones generales), pero, en el momento estelar, pierde en el share cuando Broncano (como Sánchez) se juega la investidura.

El otro día, Motos quería a Jorge Martín (hablando de motos), el campeón mundial de MotoGP, pero se enteró de que Broncano lo iba a entrevistar antes que él. Montó en cólera y logró, al parecer no con artes muy nobles, que el muchacho se presentara en La Revuelta a pedir perdón porque había un compromiso con El Hormiguero de Antena 3. Broncano destapó el asunto y contó los detalles. Como se quedó sin invitado, emitió un documental con una berrea de ciervos, que le bastó para tener una buena cuota de pantalla el día de la polémica. Para más inri, Motos perdió en el share cuando entrevistó al motociclista, y, aun peor, volvió a salir derrotado al día siguiente cuando ya sí pudo ir a La Revuelta de Broncano.

El combate de Mike Tyson y Jake Paul resultó un éxito de Netflix sin precedentes. Estos duelos mediáticos están cambiando la historia de la telerrealidad. Y pronto la política enseñará las garras en los platós y redes antes de que suene el claxon de las urnas. Estos desafíos los practicaban García y De la Morena en noches radiofónicas que echaban humo (y Mozart y Salieri, y Góngora y Quevedo, no es nuevo). Pero Broncano le está abriendo los ojos a la izquierda. Si quieres ganarle a la derecha, baja a la arena y toca el tambor. Dicen que el estilo desenfadado del cómico de La Revuelta está calando frente a Motos, que es más convencional y, al parecer, de derechas.

Estoy seguro de que todo esto lo están estudiando los asesores de los dos bandos, porque a Feijóo no le debe de hacer ninguna gracia que sus fetiches pierdan a manos de un rojo.

Todo ha cogido un cariz muy bélico y, enfermizamente, muy político en este país, que es la única novedad del fenómeno: la ira sin límites ni contemplaciones. Son, acaso, las secuelas del despegue tecnológico de la vida digital, que ha normalizado el odio. Algunos no lo soportan. De ahí que el actor Hugh Grant haya dicho, en una entrevista en El País: “¿Sabes lo que echo de menos? Cuando no existía Internet”. Pero ya es tarde.

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