El Renacimiento, como es bien sabido, coloca al ser humano en el centro del universo. Tal posición capital se deriva de su especial significado y protagonismo. El cristianismo, por su parte, propició un nuevo humanismo que, en el marco de la emergencia de las ciudades, conduce a una visión que amplía sustancialmente la perspectiva formalista y estática propia de la Edad Media. Autores como Erasmo, Moro, Manetti, Della Mirándola o Pérez Oliva traen consigo una dimensión nueva del ser humano. Un hombre, una mujer, que, creado a imagen y semejanza del Creador, dispone de una singular valía que le conduce, porque cree en sí mismo, a forjar su propio destino.
El Edicto de Nantes de 1598, la Petición de Derechos de 1628, la Carta de Derechos de 1689, la Declaración de Derechos de 1776 o la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 son relevantes normas que coadyuvaron, desde luego, a generalizar en el plano axiológico, político y jurídico que todo ser humano, por el hecho de serlo, es persona dotada de una dignidad inalienable.
Un paso adelante en el reconocimiento de la dignidad como cualidad intrínseca y propia del ser humano se produjo con ocasión de la presencia española en América. Una presencia que, más allá de versiones ideológicas hoy imperantes, dio lugar, consecuencia de la Escolástica y de la literatura del Barroco, a la afirmación radical de la igualdad de derechos entre los habitantes del Nuevo Mundo y los españoles de la Metrópoli. Tal consideración se puede encontrar sin dificultad en la Instrucción de los Reyes Católicos a Nicolás de Ovando de 1501 y en las Nuevas Leyes de Indias de 1542 y forma parte del legado que los españoles dejamos en América.