En Davos, esta semana discutirán si el mundo en 2025 estará plagado de guerras desbocadas. Que no se olviden de la guerra de la inmigración, uno de cuyos involuntarios focos son las aguas canarias. Así se escribe la historia, que, desde ayer, con la llegada de Trump, entra en una fase desconocida para las democracias, las fronteras y los desplazamientos humanos.
En términos de guerra, llevaríamos 25 años de migrantes africanos cayendo sin vida en esta franja del océano. Sólo viéndolo así cobramos conciencia de la magnitud de la tragedia. En otras latitudes han expresado más cruelmente hasta qué punto estamos hablando de una guerra sin paliativos. En la reciente campaña electoral de Reino Unido, un correligionario del populista Nil Farage se quitaba la careta sobre qué debería hacerse con los migrantes irregulares que arriban a las costas de Inglaterra: “Usemos a los jóvenes reclutas del ejército.
Los llevamos con armas a la puta playa a que practiquen el tiro al blanco. Que disparen a todos”. En la versión española, el PP ha pedido el blindaje con la Armada del litoral norteafricano para abortar el paso de los cayucos sin opción a rescates, pese a la indignación del papa.
Para hacernos una idea, 2024 se llevó por delante 10.000 vidas en este frente marítimo. Cuando se rebasa una determinada cifra de bajas y de años muriendo gente, lo pertinente es plantear un armisticio. Veamos el problema de este modo, a ver si lo entendemos en su cruda realidad.
Esta sería una guerra muy larga, con 30 años desde la primera patera y un cuarto de siglo desde la primera víctima mortal. Sin embargo, sólo damos visibilidad a la confrontación política sobre el agasajo o la deportación de los supervivientes, usados como cebo de una contienda verbal. Pero esa es otra guerra. La guerra dialéctica. La más grave es la vorágine de los muertos en el mar.
Los migrantes que salvan la vida se convierten en carne de cañón de un enfrentamiento político, el mayor filón del actual boom de la ultraderecha. Gracias a ello, ésta crece en toda Europa. Pero nada se dice de que asistimos a una guerra con muertos. Lo que aquí reivindico es eso, precisamente, la consideración como tal de un conflicto, de una lucha sociopolítica entre dos grupos humanos, que se traduce en una forma de violencia y provoca miles de muertos en aguas canarias. Amén de un contencioso en las relaciones internacionales y propiamente europeas, hay una defensa etológica de la territorialidad, un choque y consiguiente represión en las fronteras, con apresamientos y a menudo expulsiones. No se trata de un tránsito con consentimiento. De ahí las muertes furtivas por definición.
Los dos bandos políticos en España han dejado claras sus posiciones ante esta evasión humana de África, entre los que defienden un trato humanitario de acogida e integración laboral (por su contribución al crecimiento de la economía y al Estado de bienestar) y quienes promueven el rechazo por razones culturales, raciales e ideológicas. En este último sentido, la ola conservadora y ultra se abastece de rehusar la presencia de migrantes y promueve su repatriación masiva, como promete hacer Trump desde hoy mismo, martes, en las calles de Chicago (Illinois), mediante el arresto de sin papeles en vastas redadas.
Esta sería la última hora de una gran ofensiva mundial contra el otro. Nuestra comunidad, Canarias, tiene el desdoro de ser uno de los principales escenarios de esta guerra de subsistencia y rechazo. El hecho de que la ruta canaria sea tan mortífera nos sitúa bajo el foco de esta encrucijada, que aboca a deportaciones masivas en Europa. Se percibe un adiestramiento político para repeler los flujos migratorios como si de nuevos bárbaros se tratara.
Las Islas son testigos de que esta diáspora excita el repudio y el voto. Como Ruanda o Albania, Canarias sirve a las políticas de aislamiento. En 2006 (crisis de los cayucos), se registraron 31.000 llegadas y, en 2024, unas 47.000. ¿Es este el lugar de aislamiento de los niños negros africanos que el resto de España no quiere?
La paz en Gaza ha sido posible tras 47.000 muertos. Cayeron bombas. En El Hierro, en toda Canarias, se ha cronificado una degollina de un volumen incalculable. En nuestro caso, una paz migratoria implica acuerdos de acogida en España y Europa, y flujos regulares que extingan el tráfico de mafias en cayucos, pateras y zodiacs. Pero si permanecemos rehenes del odio usado como mecha electoral, estaremos consintiendo un genocidio. Con o sin bombas.