Hace 55 años, mi hermano Martín y yo empezamos a escrivivir. Hicimos del periodismo un hábito hiperactivo, a veces un descenso a los infiernos, otras, una fiesta innombrable, como decía el poeta, un destino…
Se volvió una religión y nos lo tomamos como un sacerdocio, dentro y fuera de las Islas, en Cataluña, en Madrid, en la estratosfera: en la revista Triunfo, el Diario de Barcelona y El País.
Parecíamos posesos en la prensa, Radio Club y Canal 7 estirando las horas. Fundamos con tribus románticas progresistas un periódico inusitado, La Gaceta de Canarias, que aguantó casi 20 años numantinos. Corríamos para meter a tiempo un reportaje en los semanarios del Grupo Z. Y hasta acuñamos subgéneros. Martín ideó el futbolibro y Javier Marías lo bautizó tras leer nuestro Sueños de fútbol sobre Valdano, el best-seller que editó El País Aguilar. Después pensó en un libro imaginario sobre Iñaki Gabilondo, que dijo que sí contra todo pronóstico, y Daniel Gavela nos regaló el título: Ciudadano en Gran Vía. Martín y Antonio Cos parieron luego Santa Cruz siempre, sobre huéspedes célebres con la cámara de Carlos González.
Un día, en La Habana, Fidel nos propuso que hiciéramos un libro con su álbum fotográfico privado de la Revolución. Era una mina. Debía quedarme a vivir un año en Cuba y enfermó mi madre. Martín, que el último tercio de su vida fue periodista y productor musical, convino con Julio Iglesias (fui testigo) que escribiéramos sus memorias. Julio nos citó en República Dominicana. Al poco, en marzo de 2023, mi hermano murió en Madrid.
Las efemérides son un asunto arduo y polémico: del consenso efusivo sobre los 80 años de la liberación del campo de Auschwitz a los escrúpulos sobre el 50º aniversario de la muerte de Franco. Murió el 20 de noviembre de 1975, y ese día los demócratas vieron los cielos abiertos, lo recuerdo bien.
Como nacimos periodistas con 12 y 13 años en La Tarde de don Víctor Zurita, cogidos de la mano con Zenaido, amigo de la infancia, pudimos vivir y contar los estertores del régimen y el pulso intramuros de la Universidad, que era otro país. Pero poco después de Franco, la policía invadió el campus y nos desalojó, en la crisis del concierto de Lluis Llach. El gobernador Fraile Poujade lo vetó en el Guimerá, y el rector Fernández Caldas le ofreció el Paraninfo. Tras el asalto, dimitió. Escribir noticias desde la trinchera era escrivivir día a día. Nos inventamos la palabra.
Las lecciones de Salcedo en El Día eran dogmas de fe. El ejemplo de Juan Cruz ha sido un camino. En las manifestaciones dejábamos atrás las barricadas y los antidisturbios en el Parque, entrábamos en la redacción de Santa Rosalía, hacíamos la crónica del DIARIO y regresábamos al tiberio de la calle, en un éxtasis de información en acción.
Cuando no era Lluis Llach era Javier Fernández Quesada, abatido por la Guardia Civil en la Universidad, o Antonio González Ramos, muerto a manos de Matute en los calabozos del Gobierno Civil. Los 70 fueron años revueltos. Nos llamaban aplatanados (sic).
¿Qué hemos aprendido? Ocho décadas después del final de la Segunda Guerra Mundial y de las dos grandes bombas, no lo sé. Vuelve la ideología del odio, advierten los supervivientes ante el auge de la ultraderecha, cuyos de-votos tendrán que habérselas con la historia. Y también vuelve el desafecto antiimperialista al yanqui.
Un día, hablamos con un Nobel de la Paz. Martín, Lucas Fernández y yo entrevistamos en La Mareta (Lanzarote) al último presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, el estadista que había puesto fin a la Guerra Fría con Reagan y al muro de Berlín con Helmut Kohl. No podíamos quejarnos de nuestra suerte ni de la que tenía el mundo con aquellos titanes del desarme. Ahora estamos a 89 segundos de la medianoche en el Reloj del Juicio Final.
¡Si Martín estuviera vivo! ¡Qué ganas de celebrar juntos estos 55 años en el tráfago de la canallesca, con batallas, serendipias y el Premio Canarias! Cruzamos veinteañeros el puente de la dictadura a la democracia. ¡Qué gozada! Hoy no sé cómo contárselo a mi hijo, de 14, con la carga emotiva de aquel instante.
Al final, aquí se mezclaron, a causa de Franco y Cubillo, dos clandestinidades. Nos dimos un salto a Madrid para hacer en este periódico una serie prohibida sobre el final del fascismo. En un bar, Nazario Aguado (PTE) nos aguardaba con un periódico doblado bajo el brazo. Rafael Calvo Serer nos citó en un taxi para hablar lo que durara la carrera. Y así uno tras otro. García Trevijano se consideraba El Elegido.
Entre tanto, el periodista Gilberto Alemán se exilió en Venezuela, asediado con falsas acusaciones como cabecilla independentista. La bala nos pasó rozando, porque éramos uña y carne. Y fue una ocurrencia (quizá algún día la cuente) la que nos ayudó a salir del paso.