por quÉ no me callo

Hace cinco años, la calima y la covid

No hace mucho, la calima dejó de ser vista en España como el desierto volando hacia Canarias. Cada vez con más frecuencia, la tierra sube al cielo también en la Península ibérica y se extiende por Europa. Una supercalima, fenómeno más reciente, generó en Canarias, hace cinco años, el temor a una nube radiactiva, cuando el verdadero ogro, que venía detrás de aquella bruma marrón, era la covid agazapada. La pandemia.

Fue en febrero de 2020. Un tsunami de calima naranja inundó Santa Cruz y todo el Archipiélago describiendo un escenario apocalíptico, que Emilio Cuevas, nuestro experto en Física de la Atmósfera, que dirigía el centro de Izaña, calificó de “dantesco y brutal”. Era la mayor intrusión de polvo sahariano en 40 años y quizá de la historia. Tiñó de color ocre los cielos y el fin de semana del 21 al 23 (la normalidad no volvió hasta el 25) el aire se hizo irrespirable y la falta de visibilidad obligó a cerrar todos los aeropuertos durante 42 horas. Pero no iba a ser pasajera tanta intimidación.

Lo que nos impresiona, cinco años después, es la carga premonitoria de aquel episodio, su cualidad casi humana de hacer de mensajero de lo que estaba por suceder.

Cabe añadir que apenas se había declarado en España el primer contagio por coronavirus (aquel lobo disfrazado de Caperucita, ¿quién iba a temerle a un catarro?): un turista alemán en La Gomera, un caso leve. Sólo había 11.000 enfermos en todo el mundo, pura filfa. Y en Santa Cruz, la gente siguió saliendo a la calle porque era Carnaval. Ni Franco ni la calima podían con la fiesta.

El domingo 23 de febrero, ya eran dos los afectados por el virus, con el turista italiano de Adeje. De pronto, cundió la alarma en la OMS y se confinó el hotel con mil personas. Un presagio que no leímos entre los signos de la arena del desierto. El hotel pasó a ser el mundo en la víspera de la cuarentena general. Como diría Umberto Eco, Tenerife era la isla del día de antes.

Todo había empezado con una nube de polvo canelo, cuya mímica ahora podemos entender: los reparos a pisar la calle, a respirar el aire, el confinamiento y la sensación de apocalipsis. Las fotos de Marte en Santa Cruz aquellos días reflejan ese inframundo donde sólo falta el barquero Caronte en el muelle.

Los más conspicuos albergaban otros terrores, cual si la masa de aire podría contener sustancias radiactivas o, cuando menos, partículas en suspensión incompatibles con la salud, como sí se comprobó en las islas orientales.

Dos años después, un fenómeno similar en media Europa sirvió de detonante para que varios científicos pidieran por las redes sociales que los ciudadanos les enviaran muestras del polvo en busca de restos de ensayos nucleares, un mito recurrente. Y, ¡bingo!, confirmaron que había cesio y plutonio, pero en proporciones inofensivas, dado un pobre nivel de bequerelios, que es la unidad de medida de la radiactividad.

Al hilo de esas averiguaciones, hemos sabido en las Islas que con la calima viajan isótopos radiactivos, aunque irrelevantes, que proceden de las pruebas nucleares soviéticas y estadounidenses del siglo XX, hace más de tres décadas, efectuadas, curiosamente, lejos del desierto africano, pero que pululan por todo el planeta. Un extremo que también confirmaron las universidades de La Laguna y Málaga. El polvo sahariano transporta elementos radiactivos por esa causa y por el accidente de Chernóbil.

La primera supercalima nos despertó el fantasma de las bombas nucleares en los desiertos. El polvo venía de la depresión de Bodelé (en el Chad), de la franja del Sahel, de Mauritania y del Sáhara. Y, en realidad, esos vestigios no debían preocuparnos. La verdadera bomba, hace cinco años, en aquellos precisos instantes, era un ínfimo virus activado en Wuhan (China), que iba a ocasionar más de 7 millones de muertes en todo el mundo.

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