tribuna

Perdido entre dígitos

Mi vida está pendiente de una pantalla táctil, de un teclado, de mi voz y de mi identificación facial. Mis dedos han pasado a ser los apéndices más importante de mi cuerpo. Withman debería revisar su “Canto a mi mismo” y valorar qué es lo que le conviene mantener. Ya no soy yo sino mi contraseña. Tengo que hacer mi transición digital igual que el que hace un cursillo prematrimonial. Ahora ya no sé usa. Más bien ir a una escuela on line para sacarte un diploma que te acredite como poseedor de mascotas. Mejor que poseedor diré compañero, familiar, o algo parecido.
Estoy cargando mi e-boock para leer la novela de un chileno que me ha enviado mi hijo. Ahora leemos así. Se ahorra papel y es ecológico. Me invitan a una charla sobre escritores. No están todos. Esto también forma parte de la guerra cultural. No son inalámbricos. Son de carne y hueso. No se han dado cuenta de que lo de carne y hueso ya no se lleva. Ahora todo es virtual y nos podemos casar con un servidor de Internet, o mejor con una inteligencia artificial que nos acompañará mañana, tarde y noche, por tierra, mar y aire. Ha venido a sacar de nuestras vidas a la muñeca hinchable.
No todos los dedos son importantes en esta nueva interacción. Quién le iba a decir a los pulgares que acabarían siendo los protagonistas de una revolución. Mi pantalla táctil consume energía y de vez en cuando la tengo que conectar al cargador y a la red. ¿Dónde acabará todo esto? No lo sé. Ahora hay pantallas blandas, como los relojes de Dalí. Todo lo inventaron los surrealistas. Oscar Domínguez se quedó en las máquinas de coser, más de Tacoronte. Mi e-boock ya está cargando y empezaré a leer. Dice un bolero que regresé de un mundo raro, pero yo creo que vamos hacia él. Uno de estos días reuniré a unas cuantas señoras y les daré una charla sobre literatura en el universo digital. Será divertido. Estoy disponible.

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