tribuna

El hombre de la mancha de vino en la frente

Gorbachov era un ser insólito, excepcional y extraordinario. Parecía un estadista de fantasía y lo era. Lo conocí a finales del siglo XX y se fraguó una de esas amistades pasajeras que nos regala la vida. Se cumplen 40 años de su llegada al poder en la Unión Soviética, un país que ya no existe. Fue el último gran hombre de paz que nos ha deparado el Este.

Ahora su figura cobra otro vuelo, un rango de divinidad, pese a que era ateo, porque en las altas esferas nos gobiernan tarugos atroces. En la isla de Lanzarote no nos separábamos de él Teresa Cárdenes, Rafa Avero y el que suscribe en inolvidables caminatas por la costa de Teguise desde La Mareta (1992). Mi hermano Martín, Lucas Fernández y yo pasamos horas con Mijaíl Gorbachov y Raisa Gorbachova en aquella casa palacete que mandó construir Hussein de Jordania. Un encuentro impagable. Guardo el recuerdo de un cometa que pasa de tarde en tarde.

Estos días de marzo, con un pie en el estribo del cambio de época, son tiempos alarmantes y alarmistas. Europa se pone el mono de guerra preventivo y el ciudadano estrena una extraña primavera de camuflaje con casco de combate y la directriz de hacerse un kit de supervivencia a la carta.

Gorbachov fue un cisne negro providencial, un hombre bueno (se decía antes de entrar en desuso el cliché por falta de aspirantes). Contradecía todos los precedentes hasta llegar a Stalin, los aborígenes del mal, con Hitler, Mussolini y sus descendencias actuales. La perestroika tenía una gemela en la Transición española de Suárez, que él mismo alabó en un discurso en el Senado. Gorbachov y Suárez eran tal para cual. La economía de la URSS estaba estancada, y así ahora la de EE.UU., pero él quería avanzar, como tiraba de nosotros cada día por la senda de Teguise. Mientras que Trump no hace sino recular.

Bajo esta brisa autoritaria y canallesca, la imagen de Gorbachov sería una especie de estatua rusa de la Libertad imposible hoy, en 2025, donde impera el Estado del Miedo, esa nación indeseable. En Europa nos hemos desayunado esta semana con Bruselas tocando a rebato por la amenaza rusa, pidiendo a los hogares que hagan acopio de agua, víveres, medicamentos, dinero, linterna y una radio, como antes, por si viene una guerra, un desastre climático o una ola de ciberataques. Son las profecías condicionales de antiguo, pues ya no hay futuros inmutables: la OTAN y EE.UU. han dejado de ser nuestros garantes.

España se parece poco a sí misma hace medio siglo, cuando abrazó la democracia y firmó los Pactos de la Moncloa. Los dos grandes partidos no han sellado todavía el acuerdo de Estado de rigor. Y Feijóo está pidiendo, para colmo, reunirse con la cúpula militar, como si esto no fuera un sistema parlamentario.

En España, a pesar del desdén, existen viejos y nuevos refugios antinucleares. Y los milmillonarios estadounidenses compran fincas en Nueva Zelanda para hacerse búnkeres a la moda “por si todo revienta”. Los franceses recomiendan cerrar las ventanas si caen bombas atómicas, resignadamente.

Hoy sería impensable Gorbachov en el Kremlin. La invasión de Ucrania lo cambia todo. Gorbachov abogaba, como un extraterrestre, por la paz, el desarme y la democracia en un país refractario a la libertad de expresión. Fue elegido de madrugada, al morirse Chernenko, y tomó las riendas con 54 años, en marzo de 1985, con aquel estribillo de dos palabras, la glásnosts (la apertura) y la perestroika (la reconstrucción), que nos sabíamos de carretilla. El canciller alemán Kohl (democristiano) se agarró de su brazo y derribaron el muro de Berlín. Reagan invitó a Nueva York al hombre de la mancha de vino de Oporto en la frente, alcanzaron acuerdos de desarme y pusieron fin a la Guerra Fría. Resultaba todo tan fácil. ¡Era Jauja! ¡La paz infinita con las hachas enterradas!

Parecía un santo zar que venía a cambiarnos el destino con una distopía inversa a la de hoy. No lo mataron, pero le dieron un golpe de Estado. Boris Yeltsin malgobernó Rusia y nombró sucesor a Putin, hasta la fecha; el miércoles cumplió 25 años en el poder llevando la contraria a las ideas de Gorbachov.

El fracaso de la desintegración de la URSS no eclipsa el legado de Gorby superstar, su apodo de icono pop, que ganó el Nobel de la Paz, pero también un Grammy narrando con Clinton y Sofía Loren el cuento de Pedro y el lobo, y cantó baladas en un disco a su difunta esposa, Canciones para Raisa. Gorbachov vivió 91 años.
¿Por qué será que el idilio de Putin y Trump no nos alegra la vida, y que Gorbachov y Reagan, hace 40 años, se hicieran amigos nos hacía, en cambio, tan felices?

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