El estilo Domingo Álvarez era poco frecuente, porque en todos los oficios cuecen habas, y el periodismo no es ninguna excepción. En Domingo, sin embargo, la acritud de esas trincheras nunca hizo mella, por eso todo el mundo lo recuerda ahora, tras dejarnos ayer a los 60 años, como un hombre bueno.
Que esa medalla nadie se la quite, pero que tampoco le tape sus récords de gigante del periodismo deportivo de este país. No estamos hablando de éxitos de andar por casa, sino de una trayectoria nacional e internacional en los olimpos de la gloria de la España desinhibida con la que había soñado Matías Prats.
Lo cierto es que apetece hacer justicia al ser humano cuando se trata de darle las gracias a Domingo Álvarez. Y es curioso que, con su talento, se anticipe el elogio a su talante. Porque tanto o más que quién era, nos apremia decir cómo era. La grandeza de un hombre. No hay demasiados Domingos en ninguna profesión, tampoco en el periodismo, que tiene más lunes ingratos, como el de esta mala noticia sobre el amigo y compañero que se nos fue el día de su nombre. Domingo era afable por definición y tenía las espaldas anchas para triunfar y dejar que los demás lo hicieran.
Me consta que se consideraba un caso afortunado. El superperiodista olímpico, el enviado especial de lujo de RNE, el narrador español del mejor baloncesto mundial. Un tipo de verbo fácil, un gran corazón, una gran voz.
En 60 años, Domingo Álvarez jugó con éxito el partido de su vida. Tenía escrito en el aire que su destino era la radio. Me contó cómo de pequeño imitaba a los locutores retransmitiendo los partidos que veía por la tele con un lápiz de micrófono delante de su padre, que fue su primer admirador. Cómo, en cuanto pudo, se iba al estadio y grababa las jugadas del Tenerife para su propio consumo de hincha y periodista en ciernes. Nada tuvo de extraño que se ganara la vida ante un micrófono o una cámara de televisión. ¿Su casa? RNE. Domingo era un tímido, o sea, un hombre de radio.
Y dirigió la radio y la tele públicas en las Islas y recogió el premio Taburiente de DIARIO DE AVISOS por el 50 aniversario de RTVEC. Una vez que se iba para Madrid de jefe de Deportes de RNE, se cruzó la llamada de Santi González, desde la dirección del ente público, y se coronó al frente de la radio de su vida en Canarias. Se percibía en él un autoexigente amante de la excelencia, fuera en la radio o en la tele, de locutor o director, hasta cuando hacía aquel anuncio de una marca bebible contra el colesterol, que le añadió una popularidad extradeportiva.
Domingo tenía a gala no haber renunciado nunca al acento canario allende las Islas, donde ejercía de insular entre tanto peninsular. Y siempre me fijé en otra de sus cualidades, aquella paradójica capacidad de trabajo con la flema canaria de un hombre desestresado. Como cuando me lo tropezaba en la calle con Rocío Celis y el hijo común, su perro labrador. Aquella virtud de la calma en medio de las tempestades. La que le salvó en la prueba de fuego del Mundial de fútbol de Japón, que empató con el de baloncesto en Indianápolis.
Así se labró un historial de campeonato, sin que tuvieran que regalarle nada, convencido de que la vida había sido generosa con él desde cuando toda su afición se volcaba en el balonmano. En sus orígenes, acudió a un curso de Radio Juventud, y a Juan Hernández le llamó la atención aquel chico que no abría la boca. Se fijó en él no por su voz, sino porque siempre estaba callado. Y la timidez le llevó al nido de la radio. Entonces, Juan le propuso un experimento. Se imaginaron un Tenerife-Recreativo de Huelva, y, cuando le dio paso, Domingo se comió el micrófono y no paró de hablar.
Estaba narrando el partido de su vida, como hacía de niño junto al padre, como ahora mismo estará haciendo en las postrimerías de todo.