En esa disyuntiva se vio más de una vez el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, cuando su madre le hacía elegir entre cine o sardina. Entre comer o dejarse llevar por la imaginación en una sala de proyección, ante una historia contada en fotogramas. Esto llevaba su dosis de indecisión y puede que hasta de angustia, como nos apunta en su libro Cine o sardina. Tanto su hermano como él siempre eligieron el cine como alimento primordial. Algo que no le ocurre al poeta panadero nacido en las cumbres de mi Gran Canaria, que diría Néstor Álamo, porque Manuel Díaz García lo ha tenido claro desde que era un niño. Jamás se ha debatido entre el pan o la poesía, no le ha temblado el pulso ante un dilema de tal calibre. Optó por el antiguo oficio de panadero y, al mismo tiempo, por la extraña tarea de airear versos para colorear la vida.
Nuestro poeta se ha decantado por una larga fermentación como el buen pan, se sirve de la poética como atalaya. Así lo vemos en su poemario Exequias por la poesía, recién salido del horno y con aroma a masa madre. Y como si estuviera encaramado en el promontorio de Sagres a la espera de alguna nave quemada de J.J. Armas Marcelo, flamante Premio Canarias de Literatura, inaugura cada mañana la traquina diaria, cada amanecer, con alguna foto desde lo más alto. Me la envía entusiasmado por la belleza de las Islas, mientras reparte el pan nuestro de cada día por Juncalillo y alrededores.
Por eso apela Manuel a la ingenuidad de la poesía que practica, a la pureza y finura de su lenguaje. Las musas, tanto a él como a Hesíodo, le anunciaron que eran portadoras de cosas verdaderas y otras falsas. Y este maridaje lo refleja con maestría en las mencionadas exequias: Es la hora en la que los corazones se encogen / y un incendio de falsas promesas arrasa todo. El poeta parece apesadumbrado y nos señala, como la filosofía, el límite: Poesía, no tiene dueño, no tiene anhelo, su reino es etéreo / o por lo menos esto fue así milenios antes de esta decadencia.