El giro de última hora en la guerra de Gaza tras el sí de Hamás al plan de Trump, en vísperas del Nobel de la Paz, es una triple noticia. Dos veces feliz, por el final del genocidio y de Netanyahu, si se le persigue por sus crímenes de guerra. Y una noticia falaz, por ser la argucia de la gloria de un pacificador tramposo. Pero hasta una careta salva vidas y estamos por eso de enhorabuena.
“Tiene que llover a cántaros”, clamaba en los 70, con Franco vivo, Pablo Guerrero, un poeta extremeño al que mi hermano Martín y yo apreciábamos como si fuera un cantautor canario. Fue el himno de una generación y bien podría serlo de esta ola global contra el genocidio tras el asalto israelí a la flotilla humanitaria, que moviliza masivamente a España e Italia. Santa Cruz es buen ejemplo de ello. Todo parte de aquella rebelión de Madrid, cuando la Vuelta Ciclista a España dio la vuelta al mundo.
Solemne y pegadizo, Pablo cantaba: “Pero tú y yo sabemos que hay señales que anuncian/que la siesta se acaba”, y prorrumpía en una memorable anáfora: “Tiene que llover,/tiene que llover,/tiene que llover a cántaros.” Guerrero de apellido, hombre pacifista, acaba de fallecer (78), como la etóloga Jane Goodall (91), que era Mensajera de la Paz de la ONU.
En las selvas de África, una mujer que iba a envejecer joven, la simia sabia de pelo blanco, convivía con los chimpancés, y al descubrir su inteligencia, su habilidad para fabricar herramientas y usar hojas como vasos para beber agua, hizo decir a su tutor, Louis Leackey, a la luz de sus hallazgos, que habría que “redefinir al hombre o aceptar a los chimpancés como humanos”. A veces, en esta guerra, hemos pensado lo mismo sobre el hombre.
Goodall nos visitaba en Tenerife, y en el Paraninfo de la Universidad de La Laguna mostró, en noviembre de 2023, el vídeo del mejor abrazo que había recibido en vida, no de un semejante, sino de Wounda, un chimpancé herido por la bala que mató a su madre en el Congo, y que el instituto de la etóloga inglesa salvó de la muerte. Al ser liberado y salir de la jaula, dio media vuelta y abrazó a la primatóloga como una persona agradecida.
En enero, Biden le impuso la Medalla Presidencial de la Libertad de EE.UU., poco antes de que Trump convirtiera el mundo en una jungla con una fauna de dirigentes salvajes. La Paz, una de las últimas grandes palabras que quedan en pie tras caer en desgracia otras (Libertad, Verdad…), puede tener los días contados. Pero si el viernes premian con el Nobel de ese nombre al hombre que monta y desmonta guerras por ser el balón de oro que más goles mete a la paz, se acaba una guerra. Y si en 1973 lo ganó Kissinger por Vietnam, pese a urdir ese año el golpe de Pinochet, acaso apacigüe a Trump el tiempo suficiente para apagar el fuego en Gaza.
Jane Goodall y Pablo Guerrero se han ido en medio de muertes recientes y jóvenes en nuestro ámbito insular. Con esa constelación de estrellas prematuras en sus charreteras, pedimos cuentas a la pandemia -la otra guerra-, por si tuviera algo que ver. Las bajas de Goodall y Guerrero duelen porque son tiempos deficitarios en el bando de los buenos.
Según la NASA, la Tierra se oscurece por el norte, y las causas son de origen humano. El planeta se nubla respecto al sol, mientras la maldad se normaliza, expresión literal de un reciente ensayo sobre el lado oscuro del hombre, Papel negro. Si la guerra se para por un acto de vanidad en las filas de los malos, bienvenida sea la paz, no obstante.
Una vez, Jane Goodall relató, con el corazón roto, una guerra feroz de primates entre dos grupos rivales, donde uno aplastó al otro como en Gaza, en la reserva natural de Gombe (Tanzania). La historia de los berrinches humanos está llena de Gazas.
En España, la última salida de Trump, la humillación telefónica a Netanyahu en la Casa Blanca, deja en ascuas a quienes se mofaban de las protestas creyendo contentar al Tío Sam. Fue en España el despertar de la generación Z (como los millennials1 indignados), que abraza la causa palestina en toda Europa contra el genocidio. La palabra del año.
Pablo Guerrero, a caballo de Bob Dylan y Leonard Cohen, venía a Santa Cruz a cantar, la última vez en un pub de una trasera de la calle del Castillo, y nos fuimos a cenar poemas con vino, porque ya se dedicaba solo a escribir. Después, el rey, en el TEA, le otorgó la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, que recogió en silla de ruedas.
En su canción fetiche de los 70 tuvo una premonición: “Planearán vender la vida y la muerte y la paz”. La oscuridad se alegra cada vez que mueren gentes que nos iluminan como los recién fallecidos. Pero tiene que llover, tiene que llover, tiene que llover a cántaros.
