Se habla mucho estos días de la berenjena de Pedro Sánchez. La guarda en el Palacio de La Moncloa, concretamente detrás de la Secretaría de Estado de Comunicación (SEC) y enfrente del lugar donde se celebran los Consejos de Ministros.
No es nueva la vocación hortofrutícola de un gobernante. A lo largo de la Historia, generales y políticos han fantaseado con dejar el poder para estrenar los callos en las manos. La tez morena y la tierra en los pies.
El general Mola, ahora que estamos en tiempo de Memoria, soñaba con un jardincito lleno de libros en un pueblo de Navarra. Pero en lugar de acabar ahí, montó un golpe de Estado que acabó en Guerra Civil.
Cabe decir que los gobernantes de fantasía hortofrutícola casi nunca hacían realidad su deseo. Sánchez, que ha demostrado una pasmosa facilidad para adaptar el contorno del poder a su figura, ha lanzado su huerto sin necesidad de dejar nada.
Lo enseña orgulloso a quienes visitan Moncloa. A los ciudadanos que participan en los tours que de tanto en cuando se producen, pero también a líderes con los que mantiene reuniones.
Además, según fuentes autorizadísimas en la materia, el presidente del Gobierno suele obsequiar a sus interlocutores con «berenjenas, tomates y calabazas». Acto seguido, Sánchez cuenta que ha levantado el vegetal con sus propias manos. Convenientemente uniformado. Con pantalón de campo. Con las herramienta en las manos, soñando la «España en marcha» de Gabriel Celaya.
Podemos intuir que se trata de una afición sobrevenida. Muy acorde, por cierto, al programa electoral del nuevo PSOE y a las reivindicaciones ecologistas del Gobierno. Para Sánchez, desde el principio, ha sido tan importante parecer como ser.
Dijo González al conocer Moncloa que aquello parecía una «tarta de nata montada con toques de purpurina». Y Sánchez, que se halla empeñado en enmendar el felipismo, le ha aplicado a la tarta un régimen de caldo y verdura.
Hemos llamado a José Blanco, que fue uno de los grandes mentores del presidente. También a Trinidad Jiménez, su jefa en el Ayuntamiento cuando él era concejal. Sus respuestas han sido más o menos esta: «¿Un huerto? ¿Pedro Sánchez? Disculpe, ¿cómo dice? ¿Un huerto en La Moncloa?».
El huerto de Sánchez responde a la necesidad de trascendencia que asalta a todo presidente. Por lo menos desde la era González, que fue la más larga de todas las eras. Suárez se construyó una pista de tenis, a Calvo-Sotelo no había nada que le interesara más que su biblioteca. Acaba de publicarse, por cierto, un poemario suyo hasta ahora inédito. También recuperó una sala de música para tocar el piano.