Desear es lo más humano

Los hay que engullen sus vacaciones. Y luego están quienes las disfrutan. Como este año no podré coger mis días libres hasta octubre, veré a la mayoría de personas de mi entorno suspirando por poder apagar al fin su ordenador durante algunas semanas. Y luego los veré volver oliendo a protector solar y desencanto. Y luego, la cantinela de cada otoño: “Se me han pasado las vacaciones sin enterarme. Me parece mentira que ya sea septiembre de nuevo”. Típico.

Con todo lo que deseamos mucho sucede lo mismo que con la Navidad: lo mejor es prepararla. Luego se pasa volando. Nos ocurre esto porque los hombres somos un pozo insaciable de deseos. Tanto, que no disfrutamos de lo deseado, porque enseguida a una sed le suceda otra y un anhelo encuentra pronto su sustituto en otro antojo.

Desear es lo más humano de cuanto existe: podríamos vivir sin comer durante largo tiempo, pero no sobreviviríamos sin anhelar algo. Por eso, en algún sentido madurar es dejar de desear. No se trata de perder la esperanza y dejar que la depresión nos devore las ilusiones, sino de aprender a disfrutar de aquello deseado, sin abandonarlo un instante después de tenerlo entre las manos. Algo así como colmar de sentido las búsquedas.

En cuestiones de fe pasa lo mismo y hay que aprender a ponerle freno al tobogán de los deseos vacíos. Los creyentes no podemos ir por la vida mendigando emociones presuntamente espirituales cada vez más fuertes para sentir viva el alma. Ni debemos ocupar los días en entretenimientos piadosos cada vez más espectaculares y vacíos. No trabajamos para la madurez cuando ponemos en los primeros lugares a quienes hipnotizan al auditorio saciando su sed de deseos nuevos con verdades líquidas y postureos.

La madurez cristiana tiene mucho que ver con dejar de ser consumidores de ratitos cristianos, mendigos de ilusiones nuevas. La pasión por Jesucristo y su reino puede irrumpir en la vida cual caballo desbocado, pero no puede alimentarse de ese desenfreno presuntamente religioso. La experiencia de Dios se construye desde dentro, renunciando poco a poco a las muletas de la fe para terminar buscando sólo a Dios solo, a solas.

“Mi alma estará inquieta hasta que descanse en ti”, concluía san Agustín tras meditar sobre su largo maratón de búsquedas, puteríos y entretenimientos varios. “La explicación a tantos experimentos que he hecho mi vida -parece decir el santo- es que me hiciste, Señor, para ti”.

Las carreras hacia ninguna parte, las búsquedas condenadas al fracaso o al cansancio son signos de una etapa necesaria en la vida. Instalarse en ella es elegir la eterna adolescencia de los adentros. Por eso, la Iglesia está siempre necesitada de personas que den un paso al frente, peregrinos de la madurez que surge tras ponerle nombre a todas las búsquedas, a todos los deseos: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestra alma andará inquieta hasta que descanse en ti”. Eso es lo que nos pasa.

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