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Israel

Yo siento simpatía por Israel. He viajado dos veces a ese país y confieso que me cautivó. Todo, desde la belleza de sus mujeres al trabajo ímprobo de los israelitas en la construcción de un nuevo Estado. Israel estuvo siempre allí y escribió la historia más hermosa jamás contada. Me emocioné, y yo no soy creyente, cuando visité los paisajes descritos en la Biblia. Me mojé en las aguas del Jordán. Disfruté de la umbría del Monte de los Olivos. Visité la gruta de Belén, donde dicen que nació Jesucristo. Estuve en Gaza y vi el drama de la población palestina, hacinada, maltratada, humillada y mantenida por Hamás. Paseé por Jerusalén, en medio de un tiroteo en la Explanada de las Mezquitas, de donde tuve que salir al galope para que una mala bala no me alcanzara el culo. Toqué el muro santo, el de las Lamentaciones, y dejé allí un papel con no sé qué leyenda. Pasé miedo, de noche, en el puerto de Tel-Aviv tras salir de un restaurante y no encontrar un taxi en medio de marineros borrachos y hostiles de nacionalidades distintas, todos armados. Conocí a Shimon Peres, a Golda Meier, a Ariel Sharom, a Isaac Rabin; me contaron de primera mano las hazañas de Moshe Dayan y supe de la inteligencia de uno de los padres fundadores, Ben Gurion. Comí esa carne kosher que no sabe a nada y que se sirve en platos que no tocan la otra carne, la normal para nosotros, en los restaurantes. Fueron viajes inolvidables, sobre todo mis estancias en una tranquila Jerusalén, donde no me alcanzó ni una bala ni un misil, con la excepción peligrosa del tiroteo citado. Y les diré que un Estado palestino, hoy, lo complicaría todo. Hay que esperar a que llegue otro Clinton u otro Carter y que logren la paz, vía Camp David o vía Oslo; e intentarlo otra vez.

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