tribuna

Nostalgia de la información

En los primeros años de la democracia, desempeñé el cargo de secretario de Información de la Junta de Canarias. Era un tiempo complicado, en el que no sabíamos en qué consistía esa función exactamente para responder a las exigencias de una democracia recién estrenada. Por una parte, había que prestigiar la idea de las nuevas instituciones autonómicas. Aquí era complicado porque existía la sospecha de vaciar de poder a las ya existentes, como los cabildos, que gozaban de una fuerte implantación popular. Por otra parte, había que establecer un doble canal de comunicación: informar a los responsables políticos de la realidad de la opinión de la calle y hacer llegar a esta los logros de la nueva gestión. Establecí una especie de ranking interno donde se reflejara el interés que tenían algunas determinaciones sobre la opinión publicada y, así, medía las noticias en centímetros y en segundos de duración en las emisiones de radio, confeccionando un informe casi diario que pasaba a los consejeros para que fueran conscientes de cómo valoraba la prensa sus actuaciones. Creo que era una forma limpia de establecer la relación biunívoca que existe entre la acción política y la libertad de comunicación como base fundamental del respeto constitucional. Es cierto que estábamos conociendo algo nuevo y lo hacíamos con el cuidado exquisito de no romperlo. Eso podría trasladarse igualmente al trato con el que se desarrollaban los debates con la responsabilidad de no quebrantar aquello tan valioso que teníamos entre las manos. Ya sé que eran otros tiempos, que aún no había llegado la revolución digital, que el teletipo seguía torturando los oídos de los que estaban en las mesas de redacción y que las noticias llegaban desde las agencias en forma de serpiente lenta y machacona. Nada que ver con lo que ocurre ahora. Había periodistas que pensaban de una manera y otros de forma diferente. Incluso, se podía decir que se estaban inaugurando formas y estilos que luego influyeron sobremanera sobre los modernos comunicadores, gentes que habían salido de un mundo insoportable de censuras y controles y que se esforzaban porque las cosas fueran distintas a como habían sido. En esa libertad se forjaron los artífices de la transición, poniendo los límites a su prudencia sin necesidad de que nadie se los impusiera. El compromiso de la prensa era con la verdad y en eso coincidían todos, independientemente de la trinchera donde estuvieran ubicados. Quizá las nuevas técnicas del mundo gobernado por una inmensa red social haga que todo se desarrolle en el interior de burbujas ideológicas programadas desde los grandes operadores de la digitalización, y esto provoca la formación de bloques que cada vez se distancian más del cumplimiento de sus obligaciones deontológicas. La apariencia es que la verdad se ha partido en trozos y cada uno se apresta a defender la parte que le toca sin que exista un territorio común donde sea posible la coincidencia y, por tanto, la convivencia. Estas cosas me hacen pensar que mi ideal está obsoleto, que soy un intruso, pasado de moda, en este universo de novedades incomprensibles, pero hay algo que me obliga a creer que todavía siguen existiendo principios inamovibles, aunque duerman en el inconsciente de los deseos no cumplidos. Por eso, al escuchar las advertencias de intervención en el control de la verdad publicada, me viene a la memoria el recuerdo del tiempo en que nos considerábamos libres o, al menos, soñábamos con serlo algún día. Ahora, tengo que reconocer que no estamos pasando por el mejor momento.

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