mis queridos amigos y enemigos

“Aquel hermoso día en que conocí a Marlene Dietrich”

En 1934 había llegado a Santa Cruz un inglés simpático y culto, Edgar John Gaze, llevó a la artista en coche para ver el Teide
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Tengo cinco folios para contar una historia de la que sé muy poco. Podría empezar, como los grandes autores de cuentos, con el clásico “érase una vez”. Pero, a pesar de que llevo medio siglo trabajando en esto, quizá mucho más, porque escribo desde los 14 años, se me presenta aquí una historia muy difícil de contar. Sobre todo, ya digo, porque dispongo de muy pocos datos sobre un encuentro casual y misterioso, que tuvo lugar en la isla de Tenerife, en fecha no conocida, aunque desde luego en la década de los cincuenta, quizá a finales.

Santa Cruz era entonces una ciudad alegre y confiada. Barcos, muchos barcos, en el muelle, que venían e iban hacia América del Norte y del Sur. Emigrantes clandestinos, o semiclandestinos, que partían hacia América, huyendo de la represión derivada de la guerra civil, portando certificados sanitarios y pasaportes falsos o auténticos, previo pago de su importe.

Contrabando, mucho contrabando: penicilina, Roter para las úlceras, que venía de Marruecos vía Ceuta y Melilla. Un puerto pujante, lleno de bares en sus cercanías: Alameda del Duque de Santa Elena, calle de La Marina, Plaza de la Candelaria, un lugar este donde había comenzado la guerra civil con una algarada entre guardias de Asalto y falangistas y militares, con un guardia y un falangista muertos.
Todo esto lo he investigado a fondo para mi obra Gesta y sacrificio del teniente González Campos. El muerto republicano fue un cabo de Asalto, Muñoz Serrano; el otro muerto, el falangista Santiago Cuadrado. Curioso: los dos tienen calles dedicadas en Santa Cruz. Pero el verdadero héroe pasó
desapercibido durante años y años, un joven teniente de Asalto, Alfonso González Campos, que fue fusilado en el barranco de El Hierro por las tropas franquistas por defender el juramento que había hecho ante el rey al recibir el despacho de teniente. Era tinerfeño.

En 1934 había llegado a Santa Cruz un inglés simpático y culto, Edgar John Gaze, a quien sus amigos -no me pregunten por qué- llamaban Jack, nacido el 29 de noviembre de 1907, en algún lugar del Reino Unido. A los 87 años, en 1994, fallecería en la ciudad en la que vivió, la capital tinerfeña, un mal día de otro noviembre. Mr. Gaze, querido y apreciado por todo el mundo, fue propietario de varios bares y profesor de inglés. Uno de esos bares, el British, situado muy cerca de la plaza de La Candelaria, era uno de los centros de reunión de chicharreros, de cambulloneros y de los turistas que venían en esos barcos, a los que les gustaba probar el buen whisky que traían los propios contrabandistas. Escocés auténtico.

El cambullón se llegó a convertir en un buen negocio. La Guardia Civil hacía la vista gorda y miraba para otro lado cuando las lanchas rápidas cruzaban como balas la bahía, siempre de noche, en colaboración sus tripulantes con importantes familias tinerfeñas que llamaban a eso “cambullón”, un pichinglis del inglés come by on, probablemente, aunque quién sabe.

El negocio fue próspero, facilitado por la condición de los puertos canarios como francos, sin demasiadas trabas aduaneras y sin demasiada presión de las autoridades. Mr. John Gaze, una buena persona, por su condición de inglés y de conocido, fue acusado de espía por las autoridades franquistas en la guerra civil e internado en la prisión de Fyffes, donde coincidió con escritores de la talla de José Antonio Rial, que escribió la novela La prisión de Fyffes, uno de los relatos más desgarradores de la guerra civil.

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Cualquier acusación valía, cualquier delación, un asunto viejo y nimio de adhesión a la República era suficiente para ser encarcelado por los sublevados. Los telegrafistas británicos y alemanes transmitían las verdades, o las medias verdades, a sus respectivos ministerios de Exteriores y de la Guerra y luego se iban a tomar una copa juntos, en muchas ocasiones al British. Sencillamente, no se odiaban. Los españoles sí se odiaban entre ellos.

Gaze gustaba contar su estancia en Fyffes. Se la contó, con pelos y señales a mi buen amigo Isauro Abreu García-Panasco y al periodista Gilberto Alemán de Armas. La foto que aparece en este reportaje fue tomada por Isauro en el despacho de Mr. Gaze unos meses antes de fallecer. Posiblemente su última foto. Con él se fue una gran persona y un estuche de vivencias que jamás conoceremos del todo.

Contaba John Gaze que un día estaba sentado en su bar, leyendo un periódico local y controlando a los camareros que servían sin parar a los turistas de un crucero surto en puerto, que habían bajado en tropel a tierra y algunos se pararon en su bar para refrescarse. Un día de calor; verano, agosto. A Mr. Gaze, que también se ganaba la vida como profesor de inglés, le gustaba examinar a sus clientes, pensar a qué se dedicarían en sus países, trazar un perfil mental de los recién llegados. Era un caballero británico, atento y curioso, al que no le gustaba especialmente la política y su estancia en el empaquetado de Fyffes, convertido en prisión, le resultaba ya muy lejana. Las autoridades españolas del franquismo se dieron cuenta de que este hombre no había hecho daño a nadie, ni había tomado partido, al menos públicamente, por bando alguno, y no representaba ningún peligro. Y lo libraron del fusilamiento y del internamiento, tan incómodo. Pongamos que fuera al final de los 50, repito, cuando se produjo el encuentro que voy a narrar.

Un bello barco, no se ha logrado saber si norteamericano o de otra nacionalidad, atracó en el puerto y sus pasajeros, ya digo que como era habitual, se acercaron al British, donde Edgar John Gaze leía el periódico. De pronto le llamó la atención un rostro conocido. Un rostro y un cuerpo difícil de olvidar. Una mujer impresionante.

María Magdalena Dietrich, alemana nacionalizada norteamericana, era una actriz de gran fama, que había protagonizada docenas de películas, había trabajado en cabarets, había amado a hombres y mujeres y su paso por cualquier lugar constituía un acontecimiento. Entre sus amantes, Gary Cooper, James Stewart, Jean Gabin, Yul Brynner, Bernard Shaw, John Wayne y hasta el presidente Kennedy, al que probablemente en aquellas fechas no conocía todavía. Y al que trató y con el que intimó siendo ya talludita, con 60 años o casi.

El bar estaba lleno, con todas sus mesas ocupadas, y ella pidió permiso a Mr. Gaze, que estaba solo, para sentarse a su lado. Iba con medias oscuras de pretina, a pesar de ser verano, y con un traje de chaqueta blanco, la falda muy ceñida, lo que hacía adivinar sus curvas impresionantes. Su altura la exageraban unos enormes tacones.

El británico se levantó y le ofreció un asiento, al tiempo que le preguntó lo que deseaba tomar. “Un gin-fizz”, dijo ella. Mr. Gaze llamó al camarero de confianza del British y le pidió que preparara el cóctel solicitado, con el mayor cuidado.

“Ella preguntaba mucho”, comentaría luego el viejo profesor. Por el clima de la isla, por sus habitantes y, sobre todo, por el Teide. Eran las diez de la mañana y el barco partiría a las siete de la tarde. La mujer se tomó despacio el cóctel y Mr. Gaze, todo un caballero, como henos dicho, le preguntó: “¿Le gustaría conocer un poco más la isla?”.

“Me encantaría”, respondió la mujer.

Mr. Gaze no lo dudó y llamó a un chofer de confianza de aquellos elegantes coches de turismo, de alquiler, que tenían su parada en la plaza de España. El hombre, con un batín blanco de cuello azul y gorra de visera, se presentó ante ellos, dispuesto a acatar las órdenes del profesor británico. “Vamos a ir al Puerto de la Cruz, a ver si tenemos la suerte de ver el Teide desde Los Rodeos”, le dijo al taxista.

Y se subieron al coche descapotable. La dama hacía continuas preguntas sobre el clima de la isla, sobre la pobreza que veía alrededor, sobre sus bonitos campos. Mr. Gaze le habló de Humboldt, de los viajeros que recalaron en estas islas y escribieron sobre ellas. Salió el nombre de Oscar Wilde, cuyo padre, médico, había ayudado a los galenos locales a curar a enfermos afectados de una epidemia de peste y se había alojado en el Sitio Litre portuense.

Gaze, bastante despistado, pensaba que aquel rostro le era conocido, pero ensimismado por la belleza de ella y metido en la conversación no atinaba a saber quién era. Desde luego, tampoco el chófer.
Decidieron parar en el hotel Camacho, en Tacoronte, para refrescarse y tomar un refrigerio. La mujer había desayunado muy temprano en el trasatlántico y sufría un poquito de fatiga. Gaze pagó, generosamente, la cuenta y reanudaron el camino hacia el Puerto de la Cruz.

El día de agosto estaba brillante, hacía un sol y el aire limpio y fresco del norte pegaba en la cara de la señora que había bajado el cristal y se había colocado un pañuelo en la cabeza y las mismas gafas oscuras que llevaba puestas al llegar al British. Se bajaron del coche, por indicación de ella, junto a una casa con techo de paja, donde unos lugareños trabajaban el trigo desde una era.

Gaze recordó entonces los versos de su amigo Nijota, con el que a veces se tomaba un whisky en el British, antes de que Nijota, gran poeta y periodista, en compañía de su amigo el caricaturista Paco Martínez, tomara la guagua para La Laguna, tras su jornada laboral en La Prensa, donde ejercía como redactor-jefe: “No te escarranches, María/en el filo de la era/porque el polvillo del trigo/se mete por donde quiera”. ¿O eran de Crosita? “Da igual”, pensó Gaze, “pero esta mujer es un verdadero monumento”.
Ella sacó una cámara pequeñita de su bolso, una moderna Kodak de 4×6,5, y tiró varias fotos accionando con maestría el avance de la película. “Esto es maravilloso”, decía. Cuando llegaron a la zona de la Cuesta de la Villa, Mr. Gaze le contó que Alexander Von Humboldt se había arrodillado allí, un día de sol, cuando visitó el Valle de la Orotava, diciendo que era lo más hermoso que Dios había creado. En realidad, el naturalista se había arrodillado varias veces en otros tantos sitios y había dicho lo mismo, pero aquel Valle lleno de una extraña vegetación le llamó poderosamente la atención.

Pasaron levemente por el Puerto de la Cruz, donde los británicos se recuperaban de la malaria contraída en las colonias africanas, atendidos por médicos británicos. Pasaron por el Taoro, cuyo hotel era considerado como el mejor sanatorio del Atlántico. Mr. Gaze le iba relatando minuciosamente a la viajera todos sus conocimientos de la isla de Tenerife. Seguía sin saber quién era.

El tiempo se les echaba encima. Eran casi las cinco y el barco partía a las siete, así que el inglés le pidió al chófer que acelerara la marcha. Ella le tocó en la rodilla: “No tenga prisa, Mr. Gaze, su tierra es una maravilla y quiero disfrutar de ella”. Llegaron al puerto un cuarto de hora escaso antes de la salida del barco y la dama dio las gracias efusivas al propietario del British, quiso pagar al chofer, pero Gaze se opuso vehementemente, sin percatarse de que ella metía algo en el bolsillo de su chaqueta.

Se despidieron, estrechándose las manos; ella se fue, subiendo elegantemente la escala, saludada por los marineros y por el oficial de servicio que debía organizar la suelta de amarras y aún hizo señas a Mr. Gaze, un hombre todavía joven, que la había seguido con la mirada desde el muelle, desde la barandilla de estribor del buque, que se mecía muy suavemente dentro del puerto de Santa Cruz, antes de ser arrastrado por los remolcadores y abordado por el práctico. Tenía sus guantes de seda blancos en la mano y agitaba su mano derecha, despidiéndose de su nuevo amigo.

Edgar John Gaze regresó al British, caminando lentamente, intentando reconocer con el pensamiento a aquella misteriosa mujer, con quien había pasado el día. Se sentó y pidió un whisky Grant’s, su marca favorita. Al sacar su pitillera de plata de uno de los bolsillos de la chaqueta notó la presencia de una pequeña cartulina, con un nombre en relieve: Marlene Dietrich y su dirección en Berlín y en Los Ángeles (USA). Con una letra muy elegante, ella había escrito: “Muchas gracias, Mr. Gaze, nunca olvidaré su amabilidad y sus atenciones”. Miró hacia el mar. El barco estaba enfilando la bocana del puerto. Se lamentó de no haberse dado cuenta antes de quién era aquella bellísima dama que le había dado compañía durante toda una jornada. Y eso que había visto todas, o casi todas, sus películas.

Marlene Dietrich nació el 27 de diciembre de 1901 en Berlín, había renegado del nazismo y había fallecido en París el 6 de mayo de 1992. Dejó solo una hija, con la que no se llevaba demasiado bien. Protagonizó películas inolvidables en su trayectoria como actriz y eso que la habían rechazado en una prestigiosa escuela de actores alemana. Hizo mucho cabaret, bailó, disfrutó de la vida y vivió todo el fulgor, la gloria y la desgracia de las grandes actrices. Y un día visitó Tenerife, una isla a la que probablemente jamás olvidó. Ni tampoco a su amigo de aquel día, Mr. Edgar John Gaze, Jack, un hombre bueno. Un caballero inglés, que se lamentó toda su vida de no haber sido capaz de reconocerla.

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