mis queridos amigos y enemigos

Retrato casi íntimo de Nueva York

CuandoFélix Lam, el fotógrafo de Celia Cruz y su gran amigo, nos llevó al cementerio a Loli, a su hija Adriana y a mí sentimos una emoción inmensa al visitar el panteón de la cantante y su esposo, que destacaba sobre los demás de la zona

No pensaba escribir un artículo sobre Nueva York. Pero mi amigo Félix Lam me envía unas fotos del panteón de Celia Cruz y de su esposo, Pedro Knight, que Loli y yo visitamos en 2008. Ahora, Félix cuida de que la tumba se mantenga limpia y con flores frescas. La que fuera gran amiga de Tenerife -y mía-, que incluso acudió a mi cumpleaños, no sé a cuál, en prueba de esa amistad, está enterrada en un panteón muy hermoso en el lujoso cementerio de Woodlawn, en el Bronx, inaugurado en 1863 y en el que hay sepultadas más de 300.000 personas.
Quizá he comenzado con algo fúnebre y tampoco pretendo que este relato sea intimista, porque lo íntimo me pertenece a mí, no a ustedes. Pero en 2008 Loli y yo nos prometimos amor eterno en el puente de Brooklyn y la verdad que lo tuvimos hasta el momento de su muerte, hace dos años.

Cuando Félix Lam, el fotógrafo de Celia Cruz y su gran amigo, nos llevó al cementerio a Loli, a su hija Adriana y a mí sentimos una emoción inmensa al visitar el panteón de la cantante y su esposo, que destacaba sobre los demás de la zona. Esta mujer significó mucho para Tenerife y para los tinerfeños. Y para la salsa y para la bachata. De una de estas canciones, Te busco, cuyo máster se perdió, me dijo Celia, tengo yo un valioso CD dedicado por ella; es mi favorito. Lo compré en la famosa tienda de Bofill, ya fallecido, donde se encontraba de todo.
Nueva York es una caja de sorpresas. Una o más veces les he contado cómo, sentado con Javier Zerolo -mi compadre- en un bar de muy buena pinta no recuerdo en qué avenida, vi venir por la cristalera, derecho hacia mí, a un negro con un revólver en la mano. Cerré los ojos y pensé que estaría muerto o en un hospital neoyorquino un minuto más tarde. Cuando los abrí no había nada del negro ni del revólver. Y no fue una alucinación. Ni había bebido más que un café con leche o una coca-cola.
En mi primer viaje a la ciudad, creo que hace ya 48 años, saliendo del aeropuerto Kennedy en un avión de Pan Am, se averió un motor que nos hizo volver; nos metieron en una sala VIP y nos atiborraron a champagne y canapés hasta que cambiaron el motor y pudimos volar hacia Madrid sin mayores contratiempos, pero bastante tocaditos de alcohol. Había mucha gente conocida en ese vuelo.

El fotoeditor Félix Lam, en el interior del panteón. DA

En mi última visita a la ciudad en la que he estado creo que 65 veces, aunque tengo que revisar los sellos de todos los pasaportes, porque ahí nadie se libra del sello y yo guardo los pasaportes, me alojé en el nuevo hotel Plaza, recién remodelado, con su grifería dorada y sus alfombras por las que transitar es una delicia. Ya no estaba el Oyster Bar, en donde yo pedía, cada vez, una botella de champagne y dos docenas de ostras de Maine, cuando atábamos los perros con longaniza. En esos tiempos, aunque se nos caía encima la crisis, jamás pensábamos que fuera tan contumaz, tan larga y que nunca viviríamos como vivíamos entonces.

Todavía tengo albornoces del Plaza, ceniceros del Plaza, toallas del Plaza, que compraba en su tienda y constituyen recuerdos imperecederos del que fue mi hotel favorito en Nueva York. Es curioso: una vez me encontré en plena calle a Álvaro Arvelo, corriendo por los alrededores del Four Seasons, donde se alojaba, creo que durante una convención de las cajas de ahorros en la urbe más fantástica del mundo. Álvaro llegaba corriendo desde allí a las Torres Gemelas, todavía en pie, y volvía corriendo al hotel. Un máquina.

Con Loli visité las obras del nuevo World Trade Center y con ella y Adriana hice cola en la tienda de la Quinta Avenida para comprar los dos primeros Ipod que salieron al mercado. Y visitamos en el MOMA una exposición antológica del genial Dalí, incluidas las películas que rodó y cientos de recuerdos del genial pintor de Cadaqués. La cola del Ipod, que duró hasta la madrugada, nos impidió viajar a Canadá para visitar las cataratas del Niágara, en avión desde La Guardia a Buffalo. Yo he estado varias veces en Niagara Falls, pero ellas se las perdieron. Una pena.
Otra vez llevé a mi padre a Nueva York. Él, que murió en el 2000 -quería tocar el siglo XXI-, se volvía loco por conocer la ciudad. Y lo invité. Viajaban con nosotros Javier y Carlos Zerolo y mi padre se empeñó, el domingo, en ir a misa a la catedral de San Patricio. En el momento de la consagración entró un negro con una pistola en la mano y una docena de policías de Nueva York detrás de él. Fue apresado por los detectives de la catedral y entregado a la policía. El cura interrumpió la consagración, porque el asesino -había matado a un tendero armenio- se acercaba peligrosamente al altar, en busca probablemente de rehenes. Nos enteramos en las noticias de la noche de lo que había hecho aquel desalmado, a quien al salir de misa vimos en el furgón policial, o en una ambulancia, mientras era curado de las magulladuras propias de la persecución.

Nueva York es, para mí, una ciudad esplendorosa y cada vez más segura, tan segura como cualquier capital europea, o más. Y sus mall situadas en las afueras, casi todos en el vecino estado de New Jersey, donde los impuestos son más baratos, son paraísos para las compras. Las tiendas de Ralph Lauren son mi debilidad. Y también el barrio chino, que Félix Lam domina, porque habla mandarín o cantonés, ya no me acuerdo, se lo tengo que preguntar, y se sabe de memoria todos los platos. Loli quería comprar bolsos de imitación y como la policía había estrechado el cerco a las falsificaciones, un chino nos metió en un furgón, nos llevó a un almacén cercano y nos condujo por los sótanos a un lugar donde había miles de bolsos de todas las marcas. Salimos de allí cargados de paquetes.

Inolvidable las excursiones en barco por el Hudson. Y las estancias en la isla de Ellis, antigua puerta de N.Y. para los emigrantes. Y en la estatua de la Libertad. Recuerdo una vez, circulando en una guagüita por la ribera del río, escuché cantar Moon River, el tema principal de Desayuno con diamantes. Viendo la ciudad reflejada en el río y escuchando la canción me dieron ganas de quedarme allí para siempre. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Pero ocurrió hace muchos años. Y ahora siento nostalgia de Nueva York.

La vista desde las Torres Gemelas impresionaba. Una vez, con Pepe Rodríguez, J.A. Pardellas, el padre Siverio, el comisario Carpena y otros amigos, invitados por Iberia, fuimos a almorzar al restaurante de la última planta. Yo no llevaba chaqueta ni corbata y me entregaron una chaqueta enorme y una corbata horrorosa. Menos mal que la comida estaba buena. Quién iba a decir que, tantos años después, esas torres iban a ser derribadas por aviones comerciales, por orden del malvado Bin Laden. Recibí un consejo, tras un lance ocurrido en Nueva York por los 70 y yo con 23 años. Iba paseando con un grupo de amigos y un mendigo se metió con una chica que iba con nosotros. Yo se lo quité de en medio y el tío se puso muy furioso. Un experto en Nueva York que nos acompañaba, me dijo: “Emplea cualquier maniobra de distracción, pero jamás toques a nadie; nunca”. Tenía razón. En cierta ocasión, en el hall del hotel Ramada, en la octava avenida, entró un tipo armando bronca y metiéndose con los huéspedes. Uno de los porteros del hotel se forró las manos con dos bolsas de plástico y lo fue acorralando hasta la puerta de salida, al tiempo que otro llamaba a la policía. Eran los tiempos del sida, nadie quería arriesgarse a hacerle daño a aquel hombre -por la sangre–.

Con mi hija María Eugenia, viajando en primera clase en United entre Nueva York/La Guardia y Miami, fuimos seleccionados “aleatoriamente” como sospechosos de terrorismo y registrados, cada uno por separado, por policías buenos y malos. Nos sometieron a varias pruebas, entre ellas la de la parafina de nuestros bolsos de mano, para comprobar que ni llevábamos ni habíamos llevado nunca explosivos en esos bolsos. Nos retuvieron más de una hora, casi perdemos el avión. El policía bueno nos decía: “No se preocupe, el avión no despegará sin ustedes”. Después nos pidieron disculpas. Me vengué robando una taza de United, muy bonita, que tengo en el despacho llena de bolis y de lápices. Recuerdo que mi hija, cuando nos alojamos en una suite del Waldorf Astoria, se quedó muy impresionada con el decorado del hotel, un tanto rococó. Me dijo: “Papi, ¿cuánto nos va a costar todo esto?”. En aquellos lejanos tiempos podía permitírmelo. Hoy, ni de coña.
Invitado también por Iberia fuimos a ver el Guernica, al MOMA, poco antes de su traslado a España. Hablé mucho de literatura y de política con Salvador Jiménez, gran amigo, gran periodista, grandísimo poeta, que fue el albacea literario de su amigo César González-Ruano. Salvador era jefe de prensa de nuestra compañía de bandera e hizo una enorme labor en su cargo. Él fue quien me repitió la frase de Borges, en plan coña: “Mira, Andrés, la democracia es un abuso de la estadística”.

La foto que acompaña a estas líneas de una parte de Manhattan desde el cielo, fue tomada por mí en mi último viaje, desde el mirador del Empire State Building. Impresionante. Ese día había cantidad de gente en el edificio y a Loli y Adriana les asombró la velocidad de los ascensores y el hecho de que tuviéramos que hacer trasbordo en un determinado piso. Tengo cientos de fotos de Nueva York, que van apareciendo a medida que voy moviendo el archivo. El otro día rescaté un sobre muy gordo con docenas de ellas, Poco a poco las iremos publicando, pero hoy quería que fueran estas tres: Nueva York desde el cielo, la tumba de Celia y mi amigo Félix Lam, que ha retratado a las mayores celebridades mundiales, posando en el panteón de dos personas para él tan queridas: Celia y su único esposo, el músico “cabecita de algodón”.

Son recuerdos que me van surgiendo. Hoy me apetecía escribir sobre Nueva York. Como comprenderán, hay muchos recuerdos más. En otro viaje fui con mi amigo Rigoberto Díaz, médico de Güímar. La prensa estaba entusiasmada con el descubrimiento del genoma humano, los avances del ADN que revolucionaron la ciencia forense, entre otras. Tito se lo empolló tanto (no habla inglés, pero se lo tradujo Vicente Álvarez Gil, que iba con nosotros) que al día siguiente lo entrevisté para Radio Burgado, los dos en Nueva York, y dio toda una charla sobre el particular. Pensamos que se estaba quedando con nosotros, pero no. Me parece que esa vez nos alojamos en un hotel muy alto, situado muy cerca del Plaza, el Hemsley Palace, si no recuerdo mal. Excelente.

Otra vez, en el Hilton, Jorge Martínez, paz descanse, mi agente de viajes, se olvidó de hacerme la reserva. Llegué y no estaba mi nombre en la computadora. Y el hotel estaba lleno. Armé tal follón que llamaron a seguridad. Unos amigos bajaron de sus habitaciones a echarme una mano y al final apareció por recepción un español que mandaba mucho en el hotel y me dio una gran habitación. Con Pepe Oneto, en el Pierre, el hotel preferido de don Juan de Borbón, se averió el aire acondicionado de mi habitación y me dieron una de las suites presidenciales. La verdad es que soy un hombre de suerte. Luego llegó la crisis y todo eso se acabó. Por cierto, he visto, uno a uno, todos los grandes musicales de Broadway. Todos. Y tengo todos los discos originales. ¿Problema de entradas? No, de eso se encargaba el conserje del Plaza.

TE PUEDE INTERESAR