mis queridos amigos y enemigos

Tras las huellas de César González-Ruano, en Positano

El maestro de los cronistas españoles se enamoró de este pueblo italiano que es una roca con casas de colores
Positano es un lugar de ensueño que enloquece a cualquier mortal, un paraíso para los pintores, tal y como lo describió González Ruano
Positano es un lugar de ensueño que enloquece a cualquier mortal, un paraíso para los pintores, tal y como lo describió González Ruano
Positano es un lugar de ensueño que enloquece a cualquier mortal, un paraíso para los pintores, tal y como lo describió González Ruano. DA

No me extraña nada que César González-Ruano, el maestro de los cronistas españoles, se enamorara de Positano, cerca de Sorrento, a un paso de los islotes de Las Sirenas. Acabo de estar allí y Sorrento, que yo no conocía, es un paisaje maravilloso en sí mismo. Y Positano es una roca con casas de colores y una playa de ensueño, de la que parten barcos llenos de turistas para conocer mitología.

Para mí ha sido una nueva Italia la que he visto ahora, invitado, en el mayor barco del mundo, el Symphony of the Seas, de la Royal Caribbean. Les hablaré del barco y también, más ampliamente, de Positano. Esta es una crónica de urgencia que debo escribir en una hora.

Positano es un municipio de unos 4.000 habitantes, regido por un ayuntamiento de quince miembros, en plena costa amalfitana, a un tiro de piedra de uno de los paisajes que más me ha impresionado en mi vida: Sorrento. A Positano fui tras las huellas de Ruano, pero no encontré ni el café de La Marina que relata en sus crónicas, ni tampoco a sus huidizos personales, la condesa, Wolfgang, Giovanni…

Ahora, Positano es un paseo peatonal surcado por miles y miles de turistas que llenan sus pequeños hoteles, sus pizzerías -las pizzas de Nápoles son las mejores del mundo-. González-Ruano lo vivió en blanco y negro y ahora resplandece en color, con su Chiesa marinera y sus limoneros, con sus bugambillas que ensombrecen el paseo que desciende de cumbre a mar, estrecho y lleno de tiendecitas que venden de todo: ropa de moda positana, alfarería de colores, aceites y limones enormes, de donde sale el famoso limonchelo que en Nápoles se consume más que el agua.

Hice fotos, muchas fotos, fotos de todos los rincones, antiguos y modernos, queriendo ver en ellos la sombra del gran cronista, el pueblito de pescadores que eligió para vivir, cuyo proyecto truncó la guerra, que llegó muy tarde a Positano, quizá porque la carretera polvorienta de entonces no invitaba mucho a la visita. Hoy sigue en servicio la misma carretera, pero asfaltada, estrecha, con los italianos conduciendo como locos por aquellas curvas y unas motos que se meten en medio del tráfico, pero que jamás te rozan. Parece un milagro.

Positano es un pueblo, pero también una roca
Positano es un pueblo, pero también una roca. DA

Es la Italia que tira al sur, a una hora y media de Nápoles, que a su vez está a dos horas en coche de Roma;la Roma que yo he visitado, esta vez por mar, desde el puerto de Civitavecchia, un pedazo de puerto industrial y de cruceros, con unas infraestructuras imponentes, puerto de entrada a la capital italiana, a una hora y media de la ciudad eterna, si el tráfico es benévolo.
Les tengo que seguir hablando de Positano, que a mí me recuerda mucho -no en la forma, sí en el fondo-al Puerto de la Cruz, a sus inicios como pueblo marinero y a su conversión en lugar turístico. Un mar echado, rendido ante tanta belleza de la Costa Amalfitana, que es una continuación, en pequeño, de la impresionante Sorrento.

Ruano hablaba de la “soledad de los supervivientes” de una guerra que ya digo que llegó muy tarde a Positano, entre otras cosas porque aquella gente no creía que Mussolini ibas a meter a Italia en la contienda. He estado. Por cierto, en la romana Plaza de la República, frente a la construcción esplendorosa de Víctor Manuel. Qué contrasentido: una plaza republicana frente a una gigantesca estatua monárquica. Y, en medio, la ventana del edificio desde el que Mussolini arengaba a los pobres italianos, ilusionados también con el imperio del fascismo. Qué error, qué inmenso error.

Yo quería, sin embargo y dejando Roma, ira Positano, quería tocar lo que tocó César. Allí había también pintores antes de la guerra, pero los arrancaron del lugar, movilizados por la fuerza, y les dieron un fusil y les quitaron los pinceles.

La pintura y Positano están unidos. Existen galerías de arte muy bien dotadas de obras y la gente va y las compra. Y los dueños de los yates que fondean en la bahía de Sorrento van en sus autos de lujo a comprar antigüedades a Positano. Qué tiempos, César, cuando una casa costaba 40.000 liras, que eran menos de 4.000 pesetas de la época. Vayan a comprar una ahora.

Ruano lloró cuando regresaba, en coche, a la corresponsalía de guerra en Berlín, al pasar por las islas de Las Sirenas, donde no vive nadie, pero son visitadas, por mar, por cientos de embarcaciones, cada día. Muchas de ellas salen desde la playita de Positano, donde no veo a ninguna mujer en top-lessy donde las pizzerías llegan al mismo mar, que no se mueve, ni se arremolina, ni protesta.

Fácil de bajar, difícil de subir. La roca toca un mar que parece un lago
Fácil de bajar, difícil de subir. La roca toca un mar que parece un lago. DA

Llego a Tenerife y corro a redactar unos folios de urgencia y a enviar al periódico otras fotos de urgencia para ilustrar fogonazos de miradas presentes. Voy a las memorias de César, Mi medio siglo se confiesa a medias y leo lo que escribió de Positano y de sus flores y de sus ermitas y de sus pescadores. Compro un libro sobre la historia del lugar, en inglés porque en español se ha agotado, un librito de unas cuantas páginas y alguna foto de aquella época. Y hay motivos para la nostalgia. César terminaba así su despedida de Positano: “¡Adiós, adiós, que la alarma ha sonado en Europa y ha llegado tal vez la hora de morir!”.

No fue para tanto. Había terminado la guerra española, pero empezaba otra. Ruano había ido de Roma -vivía en la Vía Margutta, la misma en que Gregory Peck tenía su apartamento en Vacaciones en Roma-y se compró su primer coche, un Ford “que andaba con dificultad pero en el que recorrimos muchísimos kilómetros dichosos… y jamás hubo ladrón tan humilde que quisiera robarlo”. Y todo para llegar a Positano y quedarse allí, pero no pudo ser. La guerra, siempre la maldita guerra. Fue el primer y último coche de su vida.

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