Cuando vemos fotografías de la Luna o la observamos con la ayuda de telescopios o prismáticos, lo primero que nos llama la atención de su superficie es que se encuentra absolutamente cubierta de cráteres. Allá donde miremos hay grandes cráteres dentro de cráteres enormes, que, a su vez, contienen infinidad de pequeños cráteres. Están, literalmente, por todas partes.
Esa miriada de cicatrices que puebla la superficie lunar corresponde a los incontables impactos de asteroides recibidos a lo largo de los más de 4.500 millones de años de historia de la vieja Selene. Desde luego, nuestra compañera de baile en el cosmos ha recibido lo que se dice una auténtica paliza espacial.
TIERRA ACRIBILLADA
Pero, ¿por qué no ocurre igual en la Tierra? ¿Cómo es que nuestro planeta se ha librado de ser acribillado por una legión de pedruscos espaciales errantes? Bueno, lo cierto es que no lo ha hecho. En realidad ha recibido muchísimos impactos, algunos de ellos absolutamente devastadores. Es lógico que haya sido así, si tenemos en cuenta que la Tierra y la Luna se encuentran muy cerca, pero al tener nuestro planeta muchísima más masa ejerce una mayor atracción gravitatoria, por lo que actúa como si fuera un imán para estos vagabundos del espacio, que se ven irremediablemente atraídos si pasan demasiado cerca.
Entonces, si la Tierra se ve continuamente atacada por estos objetos de todo tipo y tamaño que pululan por doquier en las inmediaciones cósmicas, ¿por qué no vemos cráteres en todas partes a nuestro alrededor al igual que sucede en la Luna? Pues si no los vemos es debido a la erosión, que está remodelando, sin pausa, la superficie de nuestro planeta. Además, contamos con la tectónica de placas y el vulcanismo, que regeneran continuamente la corteza terrestre. Todo esto hace que los cráteres producidos por los impactos que hemos recibido a lo largo de la historia de nuestro planeta vayan desapareciendo de su superficie, lenta pero inexorablemente.
Por contra, ninguna de estas cosas ocurre en la Luna, donde su principal proceso erosivo es, precisamente, el producido por los propios impactos que recibe. Ese es el motivo por el cual todos esos cráteres permanecen en su desolado pellejo como si fueran viejas heridas imposibles de cicatrizar.
ESCUDO PROTECTOR
Otra diferencia muy importante es la propia atmósfera que rodea a nuestro planeta, algo de lo que también carece la Luna. Esa capa de gases que nos envuelve actúa como un escudo protector que es capaz de desviar a muchos de estos asteroides de nuevo al espacio, ya que, según el ángulo de incidencia con el que se aproximen a la Tierra, pueden rebotar en la atmósfera de manera similar a lo que ocurre cuando lanzamos una laja de piedra de forma rasante sobre el agua del mar o de un estanque.
Otras veces, sin embargo, los asteroides penetran en la atmósfera, pero al hacerlo se encuentran con un medio tremendamente denso en comparación con el vacío del espacio interplanetario del que proceden. Esta diferencia de densidad, unida a la formidable velocidad de hasta 260.000 kilómetros por hora a la que puede viajar un asteroide, hace que se generen unas temperaturas extremadamente altas en el pedrusco en cuestión debido a la fricción y las poderosas ondas de choque a su alrededor.
Esto suele provocar que en muchas ocasiones el asteroide, según los materiales de los que esté compuesto, explote en el aire, se despedace o incluso se desintegre por completo sin llegar a tocar el suelo. Por este motivo, lo que realmente llega a impactar en la superficie terrestre es normalmente una fracción de lo que originalmente era el asteroide, o, con suerte, nada.
IMPACTOS SUFRIDOS
Nuestro querido planeta azul ha sufrido a lo largo de su historia innumerables impactos de asteroides. Algunos de ellos fueron absolutamente devastadores para las condiciones climáticas y para la propia vida en la Tierra, como veremos. Por supuesto, muchos de ellos provocaron enormes cráteres, pero los mecanismos de renovación de la corteza ya explicados, unidos al paso del tiempo, se han encargado de ir borrando su rastro de la superficie en la gran mayoría de casos.
A pesar de ello, aun existen enormes cráteres de impacto en la corteza terrestre que son perfectamente visibles y muchos otros, que, aunque no tan evidentes, han podido ser descubiertos por los científicos. Hace años, estos cráteres solían confundirse con los volcánicos, ya que no siempre la ciencia tuvo las herramientas y conocimientos para poder diferenciar unos de otros. Sin embargo, ahora podemos saber con exactitud cuales son los que corresponden a las cuencas dejadas por los impactos de asteroides sufridos por nuestro planeta.
ASTEROIDES
DEVASTADORES
Se calcula que cada día caen a la Tierra unas cien toneladas de material proveniente del espacio, principalmente polvo y pequeños fragmentos. La mayoría de estos restos se vaporiza en su entrada en la atmósfera, produciendo lo que conocemos como estrellas fugaces cuando sucede de noche. Pero, cada cierto tiempo, se produce también la caída de objetos de mayor tamaño.
El estudio de los cráteres de impacto que se conservan en la superficie terrestre y su antigüedad ha permitido a los científicos calcular cada cuanto tiempo, de media, se producen estos eventos. Así, se ha podido estimar, por ejemplo, que cada siglo nos impacta un asteroide de más de 30 metros, capaz de liberar una energía equivalente a 100 veces la bomba de Hirosima, por utilizar un símil más o menos imaginable y tan al uso en los documentales televisivos que ya incluso nos resulta familiar. Cada milenio, el asteroide puede superar los 100 metros; 200 metros cada 10.000 años y dos kilómetros cada millón de años, equivalentes, respectivamente, a 2.500, 50.000 y cincuenta millones de veces Hiroshima. Este aumento exponencial llega a su máxima cota, según los mismos cálculos, cada cien millones de años, cuando nuestro planeta se enfrenta a la catástrofe por un asteroide de más de 10 kilómetros de tamaño y capaz de liberar una energía equivalente, ojo a esta cifra, a cinco mil millones de veces Hiroshima.
El último evento conocido de estas características tan destructivas ocurrió hace 65 millones de años. El asteroide que lo causó, con un tamaño de entre 10 y 18 kilómetros, se estrelló en la península de Yucatán, en México, a una velocidad de 72.000 kilómetros por hora. La brutal colisión originó lo que hoy conocemos como cráter de Chicxulub, con un diámetro cercano a los 200 kilómetros.
Este inimaginable impacto lanzó millones de toneladas de roca fundida y fragmentos del propio asteroide a muchos kilómetros de altura, tantos, que muchos pudieron ser eyectados a tal altitud que reentraron en la atmósfera convertidos a su vez en bólidos incandescentes que generaron incendios a muchísima distancia. Igualmente, fruto de las descomunales ondas de choque, se sucedieron los terremotos y erupciones volcánicas a escala global. Las nubes de vapor, partículas y cenizas consecuencia de todo ello cubrieron por completo la Tierra convirtiendo el día en noche durante años e impidiendo la llegada de la luz solar a la superficie y ocasionando una radical caída de las temperaturas.
Las secuelas produjeron un cambio climático que afectó a todo el planeta y que provocó una extinción masiva a finales del periodo Cretácico Terciario que aniquiló a tres cuartas partes de las especies presentes por entonces en la Tierra. Entre ellas, los dinosaurios.
IMPACTOS RECIENTES
Un ejemplo más reciente y que todos pudimos ver porque resultó muy mediático fue el de Chelyabinsk. El 15 de febrero de 2013 cayó cerca de esta localidad rusa situada al sur de los Urales un objeto que causó más de 1.200 heridos, importantes daños materiales y un susto que millares de personas más no olvidarán mientras vivan. Se estima que este asteroide podía tener unas dimensiones de 17×15 metros, y que entró en la atmósfera a una velocidad superior a los 65.000 kilómetros por hora.
De no haber sido por el efecto protector de la atmósfera, que despedazó literalmente a este pedrusco impidiendo que llegaran al suelo fragmentos muy grandes, estaríamos hablando de un verdadero desastre natural que habría afectado a muchos kilómetros alrededor de la zona de impacto y habría regalado un nuevo cráter a la superficie de nuestro planeta.
El evento de Tunguska, que también ocurrió en Rusia en la mañana del 30 de junio de 1908, fue ocasionado por un fragmento desprendido de un cometa, aunque también en aquella ocasión explotó en el aire y no llegó a tocar el suelo, por lo que no causó cráter. Su tamaño estimado es de entre 50 y 200 metros, y a pesar de no haber impactado en la superficie, el efecto destructivo de su explosión en el aire fue devastador, incendiando y arrasando completamente un área de más de 2.100 kilómetros cuadrados de bosques a su alrededor, afortunadamente despoblados.
En la ciudad de Kansk, a 600 kilómetros de distancia, se reportaron importantes sacudidas en viviendas y edificios, personas y animales derribados por las ondas de choque y la rotura de gran parte de los cristales de la población.
DEFENSA PLANETARIA
Tanto la ESA (Agencia Espacial Europea, por sus siglas en inglés) como la NASA tienen programas específicos dedicados a la vigilancia del cielo en busca de asteroides. Sabemos que alrededor del sol existen millones de estos objetos, que no son otra cosa que restos sobrantes de los materiales con los que se formaron los planetas en el nacimiento de nuestro sistema solar.
Estas observaciones permiten determinar con precisión sus órbitas, lo que es necesario para poder predecir cuando volverán a acercarse a la Tierra y a qué distancia pasarán en el futuro, ya que la mayoría de asteroides presentes en el sistema solar tienen órbitas estables. Actualmente, se han descubierto y catalogado alrededor de 20.000 de estos objetos, de los que se hacen seguimientos y observaciones para poder calcular sus trayectorias orbitales y posibles cambios en las mismas.
El Gran Telescopio Canarias (GTC), ubicado en La Palma, juega un papel clave en el seguimiento de asteroides potencialmente peligrosos, formando parte de una colaboración entre el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) y la ESA, en el marco del programa de Defensa Planetaria de la ESA.
Recientemente, las observaciones realizadas por el GTC del asteroide 2019 DS1, de entre 20 y 40 metros y descubierto el 28 de febrero de 2019 por el programa de búsqueda Catalina Sky Survey, han permitido calcular con precisión su órbita y prever que el 26 de febrero de 2082 pasará a tan solo 165.000 kilómetros de la Tierra, menos de la mitad de la distancia que nos separa de la Luna.
A pesar de los esfuerzos en la detección temprana de estos cuerpos, en ocasiones se pueden dar sucesos que cogen por sorpresa a la comunidad científica. Es el caso, por ejemplo, del asteroide 2019 OK, con un diámetro superior a los 100 metros, que el 25 de julio de 2019 pasó aun mucho más cerca, a apenas 65.000 kilómetros de nuestro planeta. En una escala de distancias cósmicas se podría decir que nos libramos por un pelo.
Resulta sobrecogedor que 2019 OK fuera descubierto tan solo un día antes de su máximo acercamiento, lo que pone de manifiesto la enorme importancia de destinar los recursos necesarios para una mayor vigilancia del cielo con el fin de detectar estos objetos potencialmente peligrosos con la mayor antelación posible.
Existen actualmente, gracias a la colaboración entre países, varios proyectos en progreso para desarrollar las tecnologías que permitirían desviar la órbita de un asteroide en ruta de colisión con la Tierra, si bien llevar a la realidad operativa estas misiones es algo que aun tardará años. Hablaremos de las distintas soluciones en las que se trabaja en un futuro reportaje.
Lo que podemos tener claro es que antes o después un asteroide potencialmente destructivo coincidirá en su órbita con la de la Tierra. Podría ocurrir dentro de millones de años, de algunos miles o, tal vez, en solo unas décadas, pero es un hecho que ocurrirá. Lo único que no sabemos, de momento, es cuando.
Por suerte, tenemos las tecnologías y la inteligencia que no tuvieron los dinosaurios en su día para hacer algo que evitara su extinción. Sería absolutamente imperdonable que a nuestra especie le llegara a suceder lo mismo.