la palma

La niña, la reina de la guajira y la inmigrante

Carmelina Barberis, una estrella de fama internacional y referente de la música cubana, no oculta “lo difícil que ha sido mi vida”, una constante lucha en la que nunca dejó de trabajar para “no perder mi libertad y no estar a las órdenes de ningún hombre”
Carmelina junto a su querida Chabela, la menor de sus seis hijos. | DA

Bajo la piel ajada y brillante de las más de ocho décadas de Carmelina Barberis, la Reina Guajira, que ha sido homenajeada en un documental que ha dimensionado su proyección internacional como estrella de la música cubana, palpitan las vidas de la niña que con apenas siete años lloraba mientras su padre la obligaba a “subirme a los mostradores de los bares para cantar”, la vida de la adolescente de 15 años, que fue obligada a casarse tras intentar tirarse por el malecón para huir de la tiranía de su padre que la hizo responsable de dar de comer a sus 10 hermanos.

Carmelina ha sido una gran estrella, pero no puede ni quiere esconder “lo difícil que ha sido mi vida”: una constante lucha en la que no dejó nunca de trabajar “para no perder mi independencia y no estar a las órdenes de ningún hombre”. Camelina ha sido una gran estrella de la canción, un símbolo y un referente de la música guajira, la esposa de un ministro de Fidel, la de un famoso actor que la llenó de lujos y opulencia, la de un gran laudista y de un diplomático. A todos los dejó atrás, siempre con sus hijos a cuestas, siempre sin pedir manutención ni propiedades, y siempre como el referente de aquella familia matriz, que sobrevivía en el viejo solar donde vivían 10 hermanos y sus padres en una sola habitación.

La dimensión de Carmelina trasciende de lo artístico, de los focos, las cámaras y los escenarios de medio mundo. A sus 82 años relativiza e ironiza sobre el narcisismo que se presupone inherente al artista. “Para mi fue solo un trabajo, el trabajo que nos daba de comer, que tenía que hacer, con el que tenía que sonreír aunque me matara la amargura por dentro por dejar atrás a mis hijos enfermos, al cuidado de otros, o mientras les cambiaban los pañales los músicos mientras yo cantaba a pleno pulmón trasmitiendo alegría a los demás”. Carmelina, que se reconoce como una inmigrante cubana repatriada en La Palma con una pensión no contributiva y atendida a cada paso por su entregada, dulce y vitalista Chabela, la menor de sus seis hijos, recuerda con una mirada vivaz “como cruzábamos el monte y nos metíamos en los pueblos más remotos, pequeños y sin electricidad para cantar”.

Carmelina Barberis
La dimensión de Carmelina trasciende de lo artístico, de los focos y las cámaras y los escenarios de medio mundo. DA

Grandes hoteles y barracones, mansiones, grandes coches y destartaladas guaguas, caminos de barro y grandes avenidas en las principales capitales del mundo. Para Carmelina todo parece ser lo mismo, y no es por su condición de mujer mayor, sino por lo que se intuye como eso que llaman sabiduría, y que a Carmelina parece haberle enseñado el valor de lo humano, de la bondad y la sencillez. Vino al mundo en el 38, cinco años después del golpe de estado de Fulgencio Batista que derrocó al gobierno, autoritario también, de Machado. Las penurias de la época, en la parte vieja de La Habana, no dejaban espacio más que para esquivar la miseria que se desdibujaba a ratos bajo los frenéticos y alegres acordes de la guajira. Carmelina llegó a La Palma para quedarse en 1995 como una inmigrante más y en un anonimato que ella recuerda con indiferencia porque al fin, “todos somos iguales”. Llegó a Canarias invitada unos años antes por el entonces presidente del Cabildo de Gran Canaria, Pedro Lezcano, para actuar junto a Los Sabandeños, y tras varios intentos infructuosos por salir de La Habana. Más tarde, ya en La Palma, recibió la notificación del Ministerio del Interior que la obligaba a abandonar el país y comienza una batalla, la legal, para justificar el arraigo de Carmelina, que termina siendo reconocida como personalidad pública en Canarias apoyada por el Cabildo palmero. A esa figura pública, la Carmelina de 82 años que arrastra todas las vidas en una y que apoya el último tramo del camino en su ya inseparable bastón, le basta el presente, los suyos y siempre, y por encima de todo, la libertad.

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