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“¡Qué felices éramos, y no lo sabíamos!”

Varios ciudadanos cuentan al DIARIO cómo les ha cambiado la vida la cuarentena. Marta se “ilusiona” con tirar la basura cada tarde, Carmen Rosa añora los aviones en la Costa del Silencio, José asume la “pérdida de libertad” y Esther ve ahora el futuro como una amenaza
Una pancarta con un mensaje de ánimo cuelga de un edificio en La Laguna. Fran Pallero
Una pancarta con un mensaje de ánimo cuelga de un edificio en La Laguna. Fran Pallero

Marta ha descubierto, quién se lo iba a decir, que salir a tirar la basura cada tarde puede ser el mejor momento del día; José ha decidido viajar por el mundo desde el salón de su casa a través de las historias atrapadas en los libros amontonados en la repisa junto al televisor y que nunca había abierto; Esther cuenta los días para volver al cruasán, el café con leche y el periódico a primera hora en el bar que está junto a su casa, y Carmen Rosa añora el ruido de los aviones sobrevolando la Costa del Silencio, su lugar de residencia, antes de enfilar la pista del Reina Sofía.

Son solo cuatro imágenes, cuatro flashes, de la nueva dimensión en la que han entrado nuestras vidas desde que se decretara, en la medianoche del pasado domingo, el estado de alarma en España, una medida de fuerza mayor que mantiene confinada a la población para tratar de contener la propagación del temido coronavirus, cuya curva de afectados y fallecidos no deja de crecer. De la noche a la mañana se apagaron los focos y la penumbra se extendió a la velocidad de la luz. El apagón encendió el pánico.

“Ahora la vida va más lenta y eso te permite hacer cosas que antes no hacías”, cuenta Marta, abogada de profesión, que se muestra encantada con “haber conocido” esta semana a sus vecinos, con los que nunca antes se había cruzado por los pasillos ni en el ascensor y ahora se los encuentra cada vez que se asoma al balcón. “Me gustó hablar con ellos por primera vez, me hizo sentir mejor, ya sé quiénes están al otro lado de la pared”, afirma.

En los primeros días de cuarentena, Marta también ha tenido tiempo para prestarle atención a una de las primeras personas a las que ve nada más salir de su casa con la que lleva años intercambiando saludos monosilábicos. El lunes pasado le apetecía estrenar una conversación que fuera más allá del hola y adiós. Se detuvo y descubrió la calidad humana del responsable del mantenimiento de la urbanización, al que de ahora en adelante no saludará con indiferencia.

Marta ha descubierto que, a falta de mascota, salir a tirar la basura cada día en su ciudad natal, el Puerto de la Cruz, “tiene un encanto especial” y se muestra convencida de que cuando escampe el vendaval “vamos a aprovechar los momentos y disfrutar más, pero también seremos más conscientes de que la seguridad absoluta no existe y que hoy estamos donde estamos, pero mañana nadie sabe qué puede pasar”.

Carmen Rosa reconoce que lleva mal el estado de ansiedad y angustia que detecta a su alrededor. “La gente ha perdido su sonrisa, en las miradas solo hay tristeza”, describe. Admite que una semana después del inicio del confinamiento continúa en estado de shock y no tiene dudas del calado de la contienda que afrontamos. “Esto es una guerra sin bombas, el problema es que no tenemos con quien dialogar y negociar la paz”.

Esta profesora, a la que adoran sus alumnos del colegio Luis Álvarez Cruz, en Las Galletas, echa de menos el paisaje habitual en los cielos de esta zona de la Isla: la fila de aviones para aterrizar en el aeropuerto Tenerife Sur. “Miras hacia arriba y rara vez te encuentras alguno y cuando ves un avión te da todavía más tristeza porque sabes que viene vacío para llevarse turistas”. Cada día suena en su cabeza el timbre del recreo e inmediatamente le vienen a su mente las caras sonrientes, llenas de vida, esas que ahora no puede ver, de sus alumnos saliendo al patio. Con todo, su única prioridad actualmente es que el mercurio del termómetro siga sin escalar ninguna rayita cuando le toma la temperatura a sus padres octogenarios, a los que visita día sí y día también.

José, ya con pie y medio en la jubilación después de toda una vida dando clases de Geografía e Historia en La Orotava, ha decidido estar menos pendiente de la “locura” del wasap, que en estas fechas echa humo, y concentrarse en otras actividades que ahora puede disfrutar, como recrearse en una serie de televisión y refugiarse en libros que se “morían de risa” en el salón de su casa. “Ahora empezamos a concienciarnos de que tenemos tiempo y que hay que tomarse las cosas con más tranquilidad, intentando disfrutar de la lectura, de la televisión y de una conversación telefónica con personas con las que habitualmente no hablas, precisamente por falta de tiempo”, cuenta.
Pero este herreño vecino de Santa Cruz no es ajeno a la gravedad de una situación sin precedentes que trae en jaque a la humanidad. “Trato de dosificar la información porque el exceso de noticias me crea un poco de angustia”, admite, aunque lo que peor lleva, es la “sensación de que ahora no soy libre”.

Esther tendrá que esperar para disfrutar de su mayor placer, mojar el cruasán en el café con leche cuando el sol empieza a despuntar mientras pasa revista a la actualidad informativa que cuenta la prensa escrita. En estas fechas su cabeza no para de darle vueltas a los momentos que eligió quedarse en casa en vez de salir a la calle a abrazarse con la vida. “No dejo de pensar estos días la cantidad de tiempo que he desperdiciado aquí, en estas cuatro paredes, al sentirme cansada en vez de salir y estar con los amigos, rodeada gente”.

Junto a su hijo Víctor, que acaba de estrenar mayoría de edad, se guarece en su domicilio de Santa Cruz de un temporal que, augura, nos pasará factura psicológica. “De esta saldremos, pero nos vamos a quedar un poco tocados, a partir de ahora tendremos la sensación de que hay algo que nos puede atacar sin saber de dónde vendrá”, lo que le lleva a concluir que “el futuro lo empezaremos a ver como una amenaza, y nos preguntaremos qué va a pasar con nuestro trabajo o si podremos viajar seguros. Se acabó lo de vivir despreocupados. ¡Qué felices éramos y no lo sabíamos!”.

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