Decía ayer la señora que trabaja en el estanco de mi barrio que, cada día, la gente tiene el ánimo más decaído y el tono de voz más agriado.
Allá en los ochenta, cuando yo era un pibe pequeño que iba en guagua al colegio y el paro estaba disparado, se veía una enorme cola en la Avenida de La Trinidad, donde estaba entonces la oficina del INEM. Una cola tan grande no la volví a ver hasta 2008, cuando yo mismo la frecuenté en la época de la Gran Recesión.
Confinados en casa, la crisis del coronavirus nos impide empezar a actuar frente a un futuro que parece inquietante, como si fuéramos animalillos atados de energía reprimida. El día que salgamos, las cicatrices sociales de esta crisis empezarán a verse por la calle. Y no solo en el paro, también en los negocios que ya no abran, en la gente que tenga que pedir para seguir comiendo… Pero empezaremos a movernos.
De la crisis de 2008, surgió una conversación interesante sobre cómo reconstruir las cosas. La gente salió a las plazas, se hicieron ecoaldeas, alguno dejó para siempre la ciudad y se fue a vivir al campo. Hubo quien intentó montárselo de otra manera y lo consiguió. Y hubo quien fracasó estrepitosamente y volvió al mercado para buscar la misma salida individual de siempre, pero todavía más precario. En medio, Grecia intentó rebelarse frente a Alemania, pero fracasó. 12 años después, volvemos a estar en la mierda. Ya veremos cómo lo hacemos ahora.