Los restos de César Manrique reposan desde hace 27 años bajo el cielo de Haría, el mismo en el que clavaba su mirada cada madrugada para hablar con las estrellas. En su última noche, le confesó al presidente de la Fundación, José Juan Ramírez, que hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz y tranquilo.
Apoyado sobre el capó de su Jaguar, que al día siguiente se estrellaría contra un jeep a escasos metros de donde transcurría aquella conversación, el artista se sinceraba con su gran amigo, con el que había trabajado codo con codo para hacer realidad su sueño seis meses antes: reconvertir su casa de Taro de Tahíche, construida sobre cinco burbujas volcánicas, en un gran espacio público de arte que divulgara el significado de su obra y su mensaje.
Su pérdida generó la mayor muestra de dolor que se recuerda en Lanzarote. El traslado de sus restos desde su Fundación hasta el cementerio de Haría estremeció la isla de los volcanes. Los vecinos salían al paso del cortejo fúnebre por todos los pueblos para llorar, aplaudir y lanzar flores al hijo más querido y al maestro que les despojó de la venda de los ojos para apreciar las bellezas naturales de la isla y combatir las tropelías urbanísticas.
El genio conejero se fue en la tarde del 25 de septiembre de 1992, con 73 años, cuando disfrutaba de un estado de plenitud y le llovían las ofertas. Su cabeza no paraba de fabricar ideas y en aquel momento le daba vueltas a un gran auditorio en una cantera en Marbella por encargo del entonces alcalde Jesús Gil.
Manrique lo tenía todo: un virtuosismo que corría por sus venas, capacidad visionaria, compromiso ético, espíritu combativo y un carisma arrollador. Líder aclamado en todas las islas, bastaba que alzara el brazo para poner en fila india a una legión de incondicionales. “Desde que levantaba la voz lo seguían miles de personas, sobre todo cuando se empezaron a construir complejos en pleno auge turístico. Igual lo veías a pie de playa con un altavoz en la mano para protestar contra una edificación, que sacando a la gente a la calle para expresar su rechazo a la colocación de vallas publicitarias en Lanzarote”, explicaron Juan Alfredo Amigo y José Luis Olcina, los brazos ejecutores de su talento en Tenerife.
relación con políticos
A lo largo de 25 años en que trabajaron con el artista, ambos comprobaron en primera persona que no dejaba indiferente a los cargos públicos. “Los políticos se repartían entre quienes le respetaban, le temían y le odiaban”, recuerdan.
El icono del arte contemporáneo más aclamado en las Islas demostró ser un visionario frente a la amenaza de un desarrollismo voraz que se cernía sobre el espacio más apreciado del Archipiélago, sus costas. La nueva industria del turismo y su dimensión como fenómeno de masas irrumpía con fuerza a finales de los años 60 y César le vio las orejas al lobo antes que nadie. Enarboló la bandera del sentido común y se desgañitó en la defensa de un crecimiento inteligente, sin importarle enfrentarse a un Goliat de cemento y hormigón que nunca apagó su grito de guerra.
Su lenguaje artístico y su extensa producción de obras públicas le llevaron a reinventar su isla sin alterar su pureza, a educar la mirada de sus habitantes para descubrir un paraíso, a buscar la belleza desde un compromiso ético con el medio natural y a plantarle cara al ejército de excavadoras y hormigoneras en pleno proceso de expansión turística. De esas cuatro claves, unidas a su carisma y a su gran capacidad de comunicación, surgió uno de los grandes líderes sociales en la historia de Canarias.
Su mensaje iluminó conciencias y prendió un sentimiento de amor propio a unas Islas que aún hoy no se han repuesto del vacío de su pérdida. “Hay que ser capaces de entender que hay paisajes con firma”, resumía el naturalista Joaquín Araújo en el documental Taro, el eco de Manrique. Casi tres decenios después de su desaparición, el discurso de César sigue más vigente que nunca.
El Premio Nobel de Literatura José Saramago, que fijó su residencia en Lanzarote en 1993, seis meses después de la muerte de Manrique, denunciaría públicamente años más tarde la profanación del espíritu conservacionista del poeta de la arquitectura en su propia isla: “No creo en los fantasmas, porque si existieran, el de César estaría ahora por Lanzarote dando tirones de orejas a los políticos, a los empresarios y a los ciudadanos que están dejando que la isla se pierda” .
La presencia de Manrique flota en el ambiente y se siente en cada recodo de Lanzarote. El portavoz de la Fundación, Alfredo Díaz, confesó a este periódico que hay turistas que cuando visitan las instalaciones parecen conectar con el artista entre las burbujas volcánicas de su antigua vivienda, como si entablaran un diálogo en silencio con él. Entre aquellas paredes se respira la esencia de su obra, resumida en una de sus frases más icónicas: “Crear con absoluta libertad, sin miedos y sin recetas, conforta el alma y abre un camino a la alegría de vivir”.