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La calle enfila el camino del desconfinamiento

Ayer había entre la gente una sensación de paso adelante, de estar saliendo de la crisis sanitaria que ha roto la economía
La Laguna estaba ayer estupenda para caminar, cálida y luminosa. Fran Pallero

Cuando Miguel salió ayer a correr por Santa Cruz los ocho kilómetros de la ‘antigua normalidad’, pensó que no le supondría demasiado esfuerzo. Pero acabó reventado. “Me duele todo. ¡Cómo puede costar tanto una cosa que antes hacía sin más!”, contaba en un grupo Whatsapp.

La gente intenta retomar algunas de sus viejos hábitos, y ayer, la calle siguió desperezándose después del primer paso del domingo pasado, cuando se autorizó a los niños a salir una hora al día a pasear. Por fin se añadió el resto del mundo en distintas franjas horarias, empezando por los deportistas y paseantes adultos menores de setenta años, desde las seis hasta las diez de la mañana. “No recuerdo ver a tanto ciclista por aquí desde la Vuelta a Tenerife”, decía Guillermo con sorna desde Las Mercedes.

En La Laguna, la policía estaba por ahí controlando a ver qué hacía cada uno. Y a este periodista, que estaba en una esquina solo -libreta y bolígrafo en mano- a la hora en que tocaba salir con los niños, lo obligaron a ir a casa a buscar la acreditación porque se le había olvidado de manera imperdonable. Cuando volvió con ella, ya se habían marchado.

Pero daba igual, todavía quedaba el regusto agradable de la mañana, porque el día amaneció precioso, cálido, y el paseo era un regalo por la zona de San Diego, que conserva esa vida rural y tiene la mejor vista de la torre de La Concepción. Desde allí parece que es la iglesia mayor de un pueblo de unos pocos miles de habitantes, no un templo de una ciudad universitaria con 157.000 personas censadas. Y de ahí, al Camino Largo, donde sonaba el choque de las ruedas de algunos patinetes contra el suelo.

Un patinete tenía también Atteneri, que por la tarde iba acompañada de su madre, Yaiza, y entraba en el estanco de José, casi llegando a San Benito. Se ha puesto contenta saliendo estos días, pero le preocupa que se acabe el estado de alarma por si sus padres se tienen que ir a trabajar “y volver a la noche”, porque ambos están en la hostelería.

Y Yaiza la mira, como diciendo: “Alma de cántaro, no sabes el pedazo de crisis que se viene encima”. “Mi marido es posible que empiece a trabajar antes, pero a mí me queda más”, afirmaba. Todavía no ha cobrado la paga del ERTE, a pesar de que llevamos desde el 14 de marzo en estado de alarma. “Menos mal que tenía algo ahorrado”, decía mientras criticaba la “falta de previsión” del Gobierno en esta crisis y “cierta lentitud”. Contaba Yaiza que le gusta salir, que no tiene miedo, que cada vez ve más movimiento, pero que la calle también tiene algo agotador, “porque notas la desconfianza de la gente y eso genera presión”.

Por la otra acera subía con su niño pequeño Guacimara, que es profe y que estaba ayer “bien, tranquila”. Salir tampoco le produce miedo. “Pero sí cierta extrañeza: ves que la gente se aleja. Aunque , a medida que pasan los días, te vas tranquilizando”. No ha vivido el confinamiento como un suplicio. “Aprendes a disfrutar de estar en casa. A mí me gusta ir ala calle, pero hacerlo en libertad. En estas condiciones, tampoco te dan demasiadas ganas. El otro día, mi hija Nayra ni siquiera quiso salir. Se fue el padre con el niño a dar un paseo y ella se quedó”. Pero eso fue puntual, y ayer, Nayra sonreía por la tarde acompañada de su padre.

Sin embargo, empiezan a circular artículos sobre gente que prefiere quedarse en casa, donde han creado un perímetro de seguridad durante el confinamiento frente a un mundo que, muchas veces, es hostil, que nos estresa, nos agota, nos obliga a mantener una fachada social, donde nos sentimos amenazados. Y más ahora, que está el bicho fuera. Lo llaman el “síndrome de la cabaña”.

“Yo estoy hasta el moño de estar en casa. Si pudiera, quemaba la cabaña”, decía Juan bromeando mientras andaba con sus dos hijos por la calle. “Yo estoy desesperado por que esto acabe”, contaba Jorge, que es ingeniero y ha estado teletrabajando estas semanas. “Para el que no esté trabajando, esto debe ser un infierno”, afirmaba mientras tiraba de un carrito y reconocía que, a él, “la casa se le cae encima”, que le gustaría estar en la piel de una vecina que se fue a casa de sus padres a vivir el confinamiento entre huertas. “Ahí se sobrelleva mucho mejor, seguro”. También aseguraba que lo del confinamiento se ha llevado demasiado lejos. “Ha sido excesivo, sobre todo, en las islas, donde la situación lleva tiempo bastante controlada”.

Un control sobre la situación que tenía muy satisfecha a Yayi, que tiene un estanco junto a La Concepción. “La verdad que yo veo a Ángel Víctor Torres y me da confianza, más que Sánchez”, contaba al mismo tiempo que alababa la gestión del Ayuntamiento de La Laguna. Ella tuvo que cerrar los primeros 17 días de confinamiento porque su madre enfermó con fiebre antes del estado de alarma. “Y claro, no sabíamos si teníamos el virus. A mi madre hubo que aislarla. Hasta que no nos hicieron los tests y dieron negativo, no abrimos”, contaba. “La verdad que yo he pasado miedo, a la enfermedad y a la calle, tan vacía. Pensaba que me podía pasar algo aquí sola. Menos mal que pasaban la policía y la Guardia Civil”, relataba. “Ver cada día a más gente en la calle te da vida, alegría, seguridad. Y además, lo que se observa aquí es a todo el mundo respetando las distancias, sin aglomeraciones, todo muy civilizado. Estoy muy orgullosa de ser lagunera”.

Junto al estanco, cuando caía la tarde, paseaban Teresa, de 73 años, y Mario, de 81. Mientras ella contaba, él se paraba varias veces a saludar a la gente. Venían del polígono Padre Anchieta. Teresa aseguraba que ya necesitaban salir. Siente “respeto” por la enfermedad, pero ya les empezaba a doler la espalda, acostumbrados a pasear dos veces al día. Aunque llevan todo este tiempo caminando por el pasillo de casa. “La televisión me tenía loca, siempre lo mismo”, decía. “¿Y usted, Mario?”. “Yo igual”, afirmaba él mientras se bajaba la mascarilla para echarse un cigarrillo a la boca.

Por la Calle Carrera subían María y Ada, ambas en la setentena. “Ya vemos más cerca la luz al final del túnel”, contaban. Y mientras, reflexionaban sobre cómo será la vida en el futuro. “¿Tú te imaginas el Bar Carrera como estaba antes? Eso es imposible”, decía María. “¿Y el chiquito del Venecia, que se gastó un montón de dinero en la reforma y se lo cerraron al mes?”. “Yo creo que el único que está preparado es el Óscar, que tiene las mesas bastante separadas”, especulaba Ada. Y cuando uno piensa en los bares, es que la vida, aunque sea con lentitud, vuelve poco a poco…

El tempo lento de una vida que ha cambiado para un periodo largo

“Irreal, las cosas han cambiado tanto”, decía ayer Esther cuando le preguntaban cómo se sentía en la calle. Durante estos tiempos de protocolos, cuidados, limpiezas y desinfecciones, todo tendrá que ir más lento: la vida antes que la productividad.

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